Juzgar: ¿con licitud o con temeridad?

17 de marzo de 2018

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 “No juzguen y no serán juzgados” (Lc 6, 37)


No sólo el fútbol es un deporte nacional. Hay otros muy recurrentes. Parece que el hablar por hablar, la copucha o los chismes, y, sobre todo, el juzgar a los demás, y raras veces a uno mismo, es uno de los deportes más practicados, directamente o a través de las redes. Pero, ¿por qué hablamos de los demás y los juzgamos con tanta frecuencia?, y cuando lo hacemos ¿contamos con elementos de juicio suficientes y evidentes o a veces son meras conjeturas, rumores o “tincadas”? Por eso, ¿juzgamos rectamente? ¿O quién está legitimado para emitir tales juicios?

Conviene distinguir aquí dos tipos de juicios: unos sobre los actos exteriores, y otros sobre las intenciones, que son interiores. Mientras que es más fácil contar con evidencias de lo primero, cuesta más conseguirlas de lo segundo y, por lo tanto, es más fácil equivocarse ahí. A esto apuntan la conocida frase evangélica de “No juzguen y no serán juzgados” (Lc 6, 37) y el dicho de que hay que “juzgar el pecado, no al pecador”. Podemos profundizar en esto sirviéndonos de la equilibrada y sabia doctrina de Tomás de Aquino, que aporta criterios claros para discernir y obrar en consecuencia.

En primer lugar, las tres condiciones para que un juicio sea verdaderamente lícito son que tal juicio: 1) proceda de la virtud de la justicia por la cual se busca la verdad dando a cada uno lo que le corresponde, 2) lo emita, no cualquiera, sino la autoridad legítima y 3) responda a la recta razón de la prudencia, que juzga únicamente si posee evidencia y certeza racional. “Si faltare cualquiera de estas condiciones, el juicio será vicioso e ilícito” (Suma Teológica, II-II, q. 60, a. 2, in c): injusto en el primer caso; usurpado en el segundo, y, por último, temerario o suspicaz cuando se juzga conforme sólo a ligeras conjeturas sin evidencia. ¿Y cuántas veces confirmamos la veracidad de juicios o dichos que nos llegan, hoy más que nunca, por redes sociales? Creo que este recordatorio enciende una primera alerta.

En relación a los juicios ligeros o temerarios ofrece tres posibles causas, con sus respectivas lecciones (que evidencian su profundo conocimiento sobre las personas). En efecto, sospechamos de otros 1, porque juzgamos que obrarán mal, igual que nosotros (como el refrán de “piensa el ladrón que todos son de su condición”); 2, porque nos caen mal (y “cada uno cree fácilmente lo que le apetece”) o 3, porque ya se sabe cómo han obrado tales personas en ocasiones anteriores. La valoración que emite el Aquinate es rotunda y enciende otra alerta: “Las dos primeras causas de la sospecha pertenecen claramente a la perversidad del afecto; mas la tercera causa disminuye la razón de la sospecha, en cuanto que la experiencia aproxima a la certeza, que está contra la noción de sospecha; y por esto la sospecha implica cierto vicio” (a. 3). En resumen: perversidad del afecto y experiencia que redunda en mayor conocimiento.
Así es, no juzgamos sólo desde lo racional como si fuéramos fríos ordenadores, sino como personas, poniendo en juego todo lo que somos, y por eso nuestros afectos tiene un peso clave a la hora de emitir juicios: o porque nos predisponen a valorar negativamente todo lo que procede de una persona que no nos cae bien, o generalizamos al juzgar a todos por igual. En realidad, aquí Santo Tomás no se refiere sólo a simpatías o antipatías sino también a otros afectos que influyen en el juicio: “pues cuando alguien desprecia u odia a otro o se irrita y le envidia, piensa mal de él por ligeros indicios” (Idem).

Cuántos errores y hasta calumnias achacamos a otras personas por dejar de cumplir algunas de estas condiciones. Sobre todo cuando juzgamos el mundo interior de las intenciones, sujetas a tantas circunstancias que nos es imposible conocer. Más aún, cuando nos decimos seguidores de Jesús, que tan claramente nos advirtió y corrigió de esto, y que vez en cuando se encarga de volverlo a recordar el Papa Francisco, utilizando expresiones muy significativas como el “terrorismo de los chismes”. Interesante sugerencia como práctica cuaresmal, ¿cierto?

Cuanto más delicada es la realidad que se juzga, más daño puede hacerle un juicio poco adecuado. En ese caso, es necesaria una mayor prudencia para discernir y saber si conviene hablar o callar a tiempo, y evitar el escándalo que se siga de ello. Si damos un paso más, me parece que si el tema de conversación es la Iglesia o sus representantes, el juicio recae sobre un tejido, a mi juicio, delicado, porque detrás de las personas está una institución cuya Cabeza es divina. No se trata de ocultar, sino de evitar hacer daño con juicios imprudentes o precipitados. Realmente es casi imposible conocer todas las circunstancias en torno a un hecho y más aún, sus motivaciones, y por eso algunos procesos son largos. Y de nuevo es justo y necesario distinguir entre hechos en sí mismos malos y otros que no lo son. Tolerancia cero contra los abusos, claramente, pero prudencia hacia personas a las que no se les puede achacar tales actos. La paciencia es aquí maestra.

Así pues, qué sabio y prudente es realmente evitar juzgar temerariamente a otros cuando sólo contamos con indicios o sospechas, hasta limitarse a juzgar únicamente actos, no personas. Y cuánto mejoraría, como consecuencia, la convivencia entre todos, en nuestras sociedades y también en la Iglesia.   


 

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