Misionera "fraterna"

Carla y su historia de amor vivida con Cristo en las periferias… "Regala una esperanza"

17 de abril de 2015

Su nombre es Carla Hasbun Delgado, chilena de 25 años quien narra con la intensa pasión de sus años el camino que le llevó a ser una laica consagrada...

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Mi sueño era poder comprar una casa muy grande para recibir a los pobres y darles una vida digna.

Me acuerdo que cuando tenía 10 años, escuché en una Misa en el colegio una canción llamada “Alma Misionera”, que resonó profundamente en mi corazón… Pero no fue sino hasta los 14 años cuando me pregunté por primera vez: ¿Y si Dios me pide consagrarme totalmente a él para dedicarme a los demás? Esa inquietud me acompañó por varios años, pero más como una fantasía que como un hecho que efectivamente pudiese ocurrir.

La vocación empieza a concretarse

Yo había escuchado de las misiones, pero nunca había tenido la oportunidad de participar. Cuando tenía 16 años, una amiga me invitó a su grupo misionero, a cargo de unas monjitas, y fue la ocasión perfecta para sumarme a esta actividad.

Cuando estaba terminando el colegio, a los 18 años, un tiempo de fuertes opciones y cambios, esa pregunta resonaba en mi interior con más fuerza que nunca… Tras rezar mucho a Dios para que me mostrara el camino que él había dispuesto para mí, decidí empezar un período de discernimiento, en el que me dediqué especialmente a rezar sobre el tema y a participar más intensamente en la vida de las “fraternas”, (como nos llaman) de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación, donde se viven los consejos evangélicos de obediencia, celibato y espíritu de pobreza. Somos laicas y nuestro carisma es evangelizar en el mundo y desde el mundo, enfatizando sobre todo la reconciliación.

Finalmente me di cuenta de que este era el camino para mí. En pocas palabras, más que yo pensara que esta era una alternativa de vida, fue un llamado de Dios, pues eso es toda vocación: Un llamado que urgía una respuesta. Mi respuesta se debió sobre todo a que abrí los ojos y vi un mundo desconsolado y triste, sin Dios. ¿Cómo no entregarle mi vida a Dios para que más personas lo conocieran y se encontraran con su amor?

¿Cómo tuve la seguridad de que esa era la voluntad de Dios para mí?

Porque hay una seguridad que brota del corazón. Evidentemente, no es que Dios nos mande una carta con su plan para cada uno, pero cuando uno sabe que está en el camino de Dios, el corazón está feliz, lleno de gozo, encontrado y, lo más importante, en paz. Es cierto que todo esto no quita las muchas dificultades; sin embargo, cuando uno está en el camino de Dios, toda dificultad o problema se hace llevadero y cobra un nuevo sentido. (…)

Pero la formación, el crecimiento en la fe y el conocimiento exigen dedicación y constancia. Todos los días le dedico a mi vida espiritual un espacio central. Rezo los Laudes para empezar el día, y las Completas para concluirlo. Voy a Misa diaria. Además, todos los días hago una visita al Santísimo Sacramento; rezo la lectio divina, hago una lectura espiritual y profundizo también en la Biblia. Aparte de esto, rezo el rosario, para poder crecer en mi amor y devoción a María. Ella me enseña a acercarme al Señor y amar como él ama. También, cada vez que hago apostolado estoy continuando la misión que el Señor le encomendó a ella al pie de la Cruz. Entonces, ¡quién mejor que ella para guiarme en la misión! (…)

La misión en la práctica

Mi primera experiencia como misionera fue difícil. Fuimos al norte de Chile, en la región de Atacama, a un pueblo llamado Santiago de Río Grande, a unos 3.100 metros de altura. Un pueblo muy pequeño y precario, donde no todas las casas tenían agua y luz. Muchos de los habitantes no hablaban castellano, sino quechua (un idioma andino) totalmente desconocido para mí. Era un clima seco, había muy poca agua y las personas no nos abrían la puerta con facilidad. Poco a poco, comenzando por los niños, fueron acercándose a conocernos.

A pesar de todas las dificultades, Dios me habló muy fuerte, y me hizo descubrir la realidad de que la fe es un don muy valioso y que no todos lo tienen. Me encontré con personas que nunca en su vida habían escuchado hablar de Jesucristo, cosa que para mí era imposible. ¿Cuál fue la conclusión? Que tenemos que anunciar al Señor a tiempo completo y compartir ese hermoso don que hemos recibido, que es la fe. (…)

En la Sierra del Perú, en Huaraz, una vez me tocó conversar con un señor llamado Jorge, que estaba muy enojado con Dios; hacía años que no iba a Misa y estaba muy resentido. Sin embargo, todos los días que íbamos a misionar, su casa estaba en el camino y nos deteníamos a conversar con él. Poco a poco nos fue abriendo su corazón y mostrando sus temores, inseguridades y tristezas.  El último día de las misiones, él fue a nuestra “casa” para agradecernos por todo el trabajo que habíamos hecho y con lágrimas en los ojos nos decía que para él había sido una ocasión para volver a encontrarse con el Señor. Tres años después, yo volví a ese pueblo, pero sólo de pasada. Cuando estaba todavía lejos, antes de entrar al pueblo, escuché que alguien me llamaba en voz alta: “¡Carla!” Era Jorge, que como siempre estaba junto al camino, esperando que, por esas cosas de la vida, volvieran las misioneras que lo habían ayudado a encontrarse con Jesús. Esta experiencia me emocionó profundamente, y me hizo tomarle el peso a lo que significa ser misionera: llevar a los demás a Jesucristo, nuestro Señor. (…)

Entre otras actividades, también estoy encargada de un proyecto solidario con niños de escasos recursos y en situación vulnerable llamado “Regala Una Esperanza”. Los visitamos todos los sábados en un comedor social y buscamos acompañarlos brindándoles un momento de amistad, compañía y recreación. El objetivo es que descubran su dignidad al saberse amados por el Señor, y que esto los impulse a aspirar a ideales más grandes y a una vida más feliz y plena.

Si algún joven quisiera hacerse misionero, le diría que no tenga miedo de lanzarse a esta aventura. Es verdad que uno siempre se siente incapaz ante la inmensa misión. Pero justamente ahí está la gracia: en saber que no somos nosotros los que convencemos a las personas, no. Es verdad que Dios cuenta con nuestra ayuda y cooperación, pero es él quien convierte los corazones de las personas y los cautiva con su amor.

Fuente: La Palabra
 

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