Divorcio y nuevo matrimonio

01 de agosto de 2014

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El filósofo Robert Spaemann explica en un trabajo titulado Divorce and Remarriage, recién publicado, (First Things, agosto 2014) el atractivo del matrimonio católico y el revulsivo que las enseñanzas de la Iglesia deben suponer en un contexto de aceptación generalizada del divorcio.

Estas reflexiones responden a la polémica sobre la situación de los católicos divorciados y vueltos a casar y la publicación de la intervención del cardenal Kasper en el Consistorio Extraordinario, convocado por el Papa Francisco para preparar el próximo Sínodo de la Familia. Para Spaemann, un cambio en la postura de la Iglesia sobre este tema supondría “una capitulación a la ideología secular”.


 
Las estadísticas de divorcio en las sociedades occidentales modernas son catastróficas. Muestran que el matrimonio ya no se considera como una novedosa realidad independiente para trascender la individualidad de los cónyuges, una realidad que, por lo menos, no pueda ser disuelta por la voluntad de un solo miembro de la pareja. ¿Pero, puede ser disuelto por el consentimiento de ambas partes, o por la voluntad de un sínodo o un Papa? La respuesta debe ser negativa, pues como el mismo Jesús declara explícitamente, el hombre no puede separar lo que Dios mismo ha unido. Tal es la enseñanza de la Iglesia Católica.

La concepción cristiana de una vida buena afirma su validez para todos los seres humanos. Sin embargo, incluso los discípulos de Jesús se sorprendieron por las palabras de su Maestro: ¿No sería mejor, entonces, respondieron, no casarse? El asombro de los discípulos pone de relieve el contraste entre la forma de vida cristiana y la forma de vida dominante en el mundo. Tanto si lo quiera o no, la Iglesia en Occidente está en camino de convertirse en una contracultura, y su futuro ahora depende principalmente de si es capaz, como sal de la tierra, de mantener su sabor y no ser pisoteada por los hombres.
 
La belleza del matrimonio cristiano

La belleza de las enseñanzas de la Iglesia brilla sólo cuando no son aguadas. La tentación de diluir la doctrina se refuerza en la actualidad por un hecho inquietante: los católicos se están divorciando casi tan frecuentemente como sus homólogos seculares. Algo claramente erróneo está ocurriendo. Va en contra de toda razón pensar que todos los católicos, civilmente divorciados y vueltos a casar, comenzaron sus primeros matrimonios firmemente convencidos de su indisolubilidad y que luego experimentaron una inversión fundamental  de sí mismos a lo largo del camino. Es más razonable suponer que entraron en el matrimonio sin darse cuenta claramente lo que estaban haciendo… en primer lugar: la ‘quema de sus puentes’ detrás de ellos para siempre (es decir, hasta la muerte), por lo que la sola idea de un segundo matrimonio simplemente no existe para ellos.
 
No rendirse a la corriente dominante

Lamentablemente la Iglesia Católica no está exenta de responsabilidad. La preparación para el matrimonio cristiano muy a menudo falla en dar a las parejas comprometidas una imagen clara de las implicaciones de una boda católica. Porque de hacerlo probablemente muchas parejas no se casarían ​​por la Iglesia. Para otros, por supuesto, una buena preparación para el matrimonio proporcionaría un impulso útil para la conversión. Hay un inmenso atractivo en la idea de que la unión de un hombre y una mujer está "escrita en las estrellas", que perdura en lo alto, y que nada puede destruirla, tanto "en las buenas como en las malas." Esta convicción es una maravillosa y estimulante fuente de fortaleza y alegría para los cónyuges cuando enfrentan las crisis matrimoniales y tratan de dar nueva vida a su viejo amor.

En lugar de reforzar el atractivo natural e intuitivo de permanencia conyugal, muchos eclesiásticos, incluidos obispos y cardenales, prefieren recomendar, o al menos tener en cuenta, otra opción, que es una alternativa a la enseñanza de Jesús y, básicamente, una capitulación a la corriente principal secular. El remedio para el adulterio que entraña el nuevo matrimonio de los divorciados, se nos dice, ya no reside en la contrición, la renuncia y el perdón, sino en el transcurso del tiempo y la evolución de las costumbres; como si la aceptación social general y nuestra comodidad personal en nuestras decisiones y en la vida, tuvieren un poder casi sobrenatural. Esta alquimia supuestamente transforma un concubinato adúltero que llamamos un "segundo matrimonio" en una unión aceptable de ser bendecida por la Iglesia en nombre de Dios. Teniendo en cuenta esta lógica, por supuesto, es justo que la Iglesia bendiga también las uniones homosexuales.
 
Pero esta forma de pensar se basa en un profundo error. El tiempo no es creativo. Su transcurso no restaura la inocencia perdida. De hecho, su tendencia es siempre a todo lo contrario, es decir, incrementa la entropía. Cada instancia de orden en la naturaleza es arrebatada de las garras de la entropía y con el paso del tiempo, finalmente, cae bajo su dominio, una vez más. Como Anaximandro dice, "De donde surgen las cosas, eventualmente regresan, en el tiempo señalado." Sería un error volver a empaquetar el principio de la decadencia y la muerte como algo bueno. No debemos confundir la amortiguación progresiva del sentido del pecado con su desaparición y liberarnos de nuestra continua responsabilidad por ello.

Aristóteles enseñó que hay un mal mayor en el pecado habitual que en el lapso singular que acompaña al aguijón del remordimiento. El adulterio es un ejemplo de ello, sobre todo cuando conduce a lo nuevo… los acuerdos legalmente sancionados -"nuevo matrimonio"- sin poder evitar un gran dolor y esfuerzo. Tomás de Aquino usa el término perplexitas para caracterizar casos como estos. Son situaciones de las que no hay escape, que no incurren en culpa de un tipo u otro. Incluso un solo acto de infidelidad enreda al adúltero en la perplejidad: ¿Debería confesar lo que hizo a su cónyuge, o no? Si confiesa, él podría salvar el matrimonio y, en todo caso, evitar una mentira que eventualmente destruiría la confianza mutua. Por otra parte, una confesión podría suponer una amenaza aún mayor para el matrimonio que el propio pecado (que es la razón por la que algunos sacerdotes a menudo aconsejan a los penitentes no revelar la infidelidad a sus cónyuges). Tenga en cuenta, por cierto, que Santo Tomás enseña que nunca nos tropezamos en perplexitas sin un cierto grado de culpa personal y que Dios permite esto como un castigo por el pecado que al principio nos puso en el camino equivocado.

Considerar a nuestros hermanos cristianos en medio de la perplexitas del nuevo matrimonio, mostrarles empatía y asegurarles la solidaridad de la comunidad, es una cuestión de misericordia. Pero admitirlos a la comunión sin contrición y regularizar su situación, sería una ofensa contra el Santísimo Sacramento; y una más entre las muchas que hoy se han consolidado. La instrucción de Pablo sobre la Eucaristía en Primera de Corintios culmina en una advertencia contra la recepción indigna del cuerpo de Cristo: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación. ¿Por qué los reformadores litúrgicos atacan estos versos decisivos de la segunda lectura de la Misa del Jueves Santo y Corpus Christi, restándolos de todos los banquetes? Cuando toda la congregación se pone de pie para recibir la comunión domingo tras domingo, uno tiene que preguntarse: ¿Los parroquias católicas ahora están compuestas exclusivamente de santos?

Apoyar a las víctimas

Pero todavía hay un último punto, que con todo derecho debe ser el primero. La Iglesia admite que manejó el abuso sexual de menores de edad sin la suficiente atención a las víctimas. El mismo patrón se repite aquí. ¿Alguien siquiera menciona a las víctimas? ¿Alguien está hablando de la mujer cuyo marido la abandonó a ella y a sus cuatro hijos? Ella podría estar dispuesta a llevarlo de regreso, aunque sólo sea para garantizar que los niños dispongan de lo necesario, pero él tiene una nueva familia y no tiene intención de regresar.

Mientras tanto, el tiempo pasa. Al adúltero le gustaría recibir la comunión de nuevo. Él está dispuesto a confesar su culpa, pero él no está dispuesto a pagar el precio, es decir, una vida de continencia. La mujer abandonada se ve obligada a mirar mientras la Iglesia acepta y bendice la nueva unión. Como para colmo de males, su abandono recibe un sello de aprobación eclesiástica. Sería más honesto sustituir "hasta que la muerte los separe" por "hasta que el amor de uno de ustedes se enfríe", una fórmula que ya está siendo recomendada en serio. Hablar aquí de una "liturgia de la bendición", más que de un nuevo matrimonio ante el altar es un truco engañoso de la mano que simplemente lanza polvo a los ojos de la gente.

 

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