Liberación desde el sufrimiento

El camino de Vicky, para renacer del dolor, la enfermedad que le dejó inválida y el aborto

11 de abril de 2014

Su inquebrantable voluntad para encontrar sanación y la esperanza conquistada contagian y han sido una hoja de ruta para otros que enfrentan situaciones semejantes.

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A mediados de los setenta Vicky Harnecker era una joven de 23 años “alegre, llena de ilusiones, capaz de cargarse con un mundo a cuestas” dice de ella el sacerdote Ignacio Larrañaga quien prologó el libro-testimonio “Esperar contra toda esperanza” que recoge el camino hacia la sanación que su autora, Vicky, debió recorrer cuando en aquellos años supo que padecía una compleja “enfermedad neurológica crónica y progresiva, que lenta e inexorablemente fue avanzando a lo largo de sus mejores años de juventud, hasta que, a los 38 años, ya no podía valerse para andar, viéndose obligada a utilizar una silla de ruedas”, confidencia el sacerdote.
 
Pero tras un arduo camino, con luces, sombras –aborto de por medio- lograría alcanzar  sanación y libertad espiritual dando así una señal de esperanza para todos quienes sufren dolor, enfermedad o acompañan a un ser querido en un desafío semejante.  
 
La noticia de su enfermedad la recibió en Canadá y el sombrío pronóstico fue un terremoto para Harnecker… “Sufría por toda la confusión interior, por los negativos pensamientos que pasaban por mi mente, no sabía qué hacer”. Surgió en ella, dice, un “vacío que clamaba cada vez con mayor fuerza y estaba siempre ahí presente”.
 
Una enfermedad sin Dios y una trágica decisión
 
El vacío sería ocupado por nuevas realidades, aunque quizás no como ella hubiera deseado… Así, como en un tobogán, confidencia, se deslizaron en ella emociones de rebeldía, temor al rechazo, desesperación, agresividad e incluso cólera. Era una católica, pero sólo bautizada. ¿Dios? No hacía parte de su cotidiano existir. “Nunca había tomado en serio esa condición (bautizada) y la verdad es que Dios poco me interesaba”. Por lo que, humanamente asumió este calvario sola, resistiendo con la voluntad humana. Y como si esta enfermedad inesperada no fuere suficiente desafío en su vida, recibió una segunda ‘novedad’:
 
 “Casi al mismo tiempo me confirmaron que estaba nuevamente embarazada. Se me dijo categóricamente que ese embarazo era muy riesgoso, pues tanto la vida del bebé como la mía corrían serios peligros. En esos momentos tenía a mi hija de un año y a mi hijo de dos meses. Me dio pánico, angustia y desesperación pensar en la posibilidad de morir, dejando a estos niños en un país extranjero. En Canadá el aborto no estaba permitido, pero en casos como el mío se practicaba legalmente con el nombre de «aborto terapéutico». Yo no medité mayormente mi decisión, porque encontraba completamente lícito, dadas las circunstancias el abortar este hijo o hija. Así lo hice, y esa criatura fue abortada”.
 
Las consecuencias
 
En los meses venideros, el impacto de la vida que se le escapaba día a día se mezclaba con la ausencia de aquél bebé abortado, dando forma casi física al vacío. “Era una característica dolorosa que rodeaba mi vida de una rara tristeza «¿Qué estaba pasando? ¿Qué sucedía conmigo que nada me satisfacía? ¿Me estaré volviendo loca?», pensaba y atribuía todo lo que me pasaba a algún desequilibrio provocado por mi enfermedad”.
 
La “tediosa” oración
 
Se hundía en la tristeza y sus cercanos le aconsejaban orar. Pero el sólo escuchar esta palabra le daba tedio e impaciencia. “Orar, ¿para qué?: lo encontraba algo ineficaz”. Aunque resistía, sin poderlo evitar, la depresión se hizo presente. “Tenía la visión comprometida –recuerda-, todo lo veía doble y sentí mucho miedo y desesperación. De los pensamientos más positivos, pasaba abruptamente a tener los pensamientos más negativos. Me proyectaba en mi vida ya completamente ciega, y el panorama era francamente patético”.
 
Muerte y resurrección
 
Derrotada, sin encontrar en los recursos humanos solución a su dolor, Vicky tras años de sufrimiento terminó por aceptar a comienzo de los años noventa vivir la experiencia de los Talleres de Oración y Vida del padre Ignacio Larrañaga. Allí vivió su conversión y entregando en manos de Dios todo lo que había vivido, todo lo que ella era esta fue su súplica… “Con mis potencias y capacidades físicas fuertemente reducidas, con mi cuerpo enfermo y cansado, con esta helada tristeza, con mi pasado junto a mi presente y futuro, suelto todo lo que me queda, incluso tu esperanza que es lo que me sostiene, y te digo, con nostalgia, cansancio y dolor, que, a pesar de todo, yo te amo”.
 
Cuando se abrió en la oración a la vida íntima con Dios, la depresión, la rabia y el dolor se fueron disolviendo. “Hoy me atrevo a asegurar que el dolor templa el espíritu, enseña y ayuda a crecer. En mi caso personal, sé que, si no hubiese sido por esta enfermedad, jamás habría mirado al cielo, buscando lo trascendente de la vida, lo verdadero, lo importante e imperecedero”.
 
De ahí en adelante, como ella misma lo escribe, teniendo a Dios por baluarte de su vida enfrentó con coraje y certeza al enemigo más sutil, que atenaza al enfermo: la autocompasión. “He conocido dos actitudes diferentes que se pueden tomar en esta invitación a aprender del dolor… una es dejar que la experiencia sea y se haga en mí, aun cuando el dolor y la impotencia calan hondamente; y la otra actitud es ensimismarse y centrarse en el sentimiento de «pobrecita de mi». Ahí, la autocompasión nos carcome, cegando los ojos de nuestra mirada interior, perdiendo así objetividad, perspectiva y toda la oportunidad que tiene esta experiencia de enseñarnos lo que necesitamos ver y aprender”.
 
En esta conciencia y experiencia de Dios que revitalizaba su vida pudo “ver todo desde otra perspectiva”, también, dice, el aborto; un acto que tuvo directa relación con su depresión: “Mi conciencia empezó a molestarme con respecto a lo que había hecho con este hijo o hija, sentía nostalgia por él o ella y la justificación de mi acto desapareció, dando cabida a un tremendo sentimiento de culpa. Sentí que no tenía derecho alguno ni justificación para acabar con la vida de un ser humano indefenso que estaba en gestación y que, por lo tanto, vivía. Realmente me sentí una asesina”. Pero la reconciliación, la paz, el perdón, estaba disponible para ella y sólo tenía que descubrirlo, “porque cuando yo cometí esta tremenda acción no tenía  conciencia del horroroso acto que estaba realizando. Nada puedo hacer para borrar el pasado, y tampoco cambiar el curso de la historia. (Entonces) me abandono entregándole a Dios en sus manos mis caídas y errores. Él nos acoge con todas las cargas que llevamos, nos perdona y libera…”
 
Que su cuerpo debe reposarlo en una silla de ruedas y adaptarse a problemas de visión, no es desde su sanación impedimento para su apostolado con otros que sufren y han errado como ella. Por eso ha escrito su libro testimonial y ha sido por años formadora en los Talleres de oración del padre Larrañaga. “Sé lo que es la vida sin Dios, pues viví con Él muchos años guardado en el cajón,; así, mi vida era una sombra sin forma ni sentido. En ese entonces estaba totalmente sana. Ahora que no lo estoy y me encuentro enferma y limitada, soy verdaderamente feliz… Para mí, la oración es la puerta de mi alma que libremente abro para que Dios entre en mi vida y sea dueño de ella”.
 
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