Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo

28 de agosto de 2015

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Una característica fundamental de la cultura del deseo como hiperbien es la conversión de la idea del bien en preferencia. ¿Qué es para mí el bien? Aquello que prefiero desde mi subjetividad. ¿Qué es el mal? Lo que rechazo.
 
La subjetividad que desarrolla por su lógica interna la razón instrumental ha sido la causa que ha transformado el bien en una simple preferencia. A su vez, las preferencias se convierten en la manifestación de actitudes o sentimientos: esto me gusta significa que es bueno; no me gusta quiere decir que es malo. El bien es lo que afirmo que me gusta, que me conviene. ¿Quién me lo puede discutir? El único límite será en todo caso la ley, que, convengamos, es poca cosa cuando existe la voluntad de incumplirla, o simplemente cuando aquella cuestión no está, o no puede estar, regulada.
 
La libertad ya no se relaciona con la búsqueda de la verdad como imperativa colectiva, sino con la facilitación del deseo. Este cambió explica porque no hay capacidad para resolver los grandes problemas pendientes, ni para afrontar con eficiencia los nuevos. Vivimos en una época donde se acumulan y entrelazan, y donde solo la cantidad de información y la flaqueza de la memoria colectiva, propia de pueblos descoyuntados, disimula la magnitud del embrollo en el que estamos inmersos. No importa tanto conocer la realidad de los hechos como satisfacer los deseos de los ciudadanos. También la fragmentación que conlleva la preferencia explica la incapacidad para establecer nuevos y exultantes horizontes colectivos. Solo queda tiempo y fuerzas para intentar que la sociedad no se desintegre.
 
El imperio de la preferencia que comporta el deseo ha conducido a un callejón sin salida a la idea del deber. Para que este exista se necesita un 'deber ser', algo imposible cuando el bien se ha subjetivado. No hay tal deber exterior, objetivo a mí mismo que me obligue y me limite. En este contexto moral, no existe otro deber que alcanzar aquello que prefiero, y esta idea excluye la posibilidad de llevar a cabo una acción en principio poco o nada placentera.
 
Naturalmente, una sociedad no puede funcionar bajo tal fragmentación, y el recurso para impedirlo no es el de la conciencia ciudadana, sino el de la ley, es decir la norma jurídica dictada por la autoridad pública. Por definición las leyes tienen como objetivo limitar el libre albedrío de los seres humanos, y es el principal control que ostenta un estado para vigilar que la conducta de sus habitantes no se desvíe ni termine perjudicando a su prójimo. Esto significa la total elusión de la conciencia, un problema que ya trató y combatió Tomáš Garrigue Masaryk, filosofo destacado, y fundador y primer presidente de la Republica de Checoslovaquia: la dilución de la conciencia religiosa y el subjetivismo conducen a una ciudadanía dependiente del estado para formular sus valores morales.
 
El problema de la ley es su legitimación y su cumplimiento. Una simple mayoría instrumental legitima cualquier norma en los sistemas democráticos, los más garantistas. No importa el contenido, solo prevalece el criterio instrumental, la mayoría. Es el fin totalmente supeditado a los medios. Por otra parte, España y otros muchos países son excelentes ejemplos, al desaparecer la conciencia religiosa que actúa como vigilante interno, el cumplimiento de la ley exige un número creciente de jueces, fiscales, policías y cárceles. Y esta es la forma como el estado y la sociedad desvinculada abordan todo problema.
 
La ley se ha convertido en un pésimo sucedáneo de la conciencia y de la búsqueda del bien y la evitación del mal, que son los dos polos que dan sentido a la libertad.
 
El liberalismo neokantiano, en su versión más actual y acabada, deudora en gran medida de Rawls, ha establecido una vía para salvar el subjetivismo y el utilitarismo. La solución ha consistido en diferenciar lo que es correcto de lo que es bueno, una distinción que ha dado lugar a la farragosa ideología de lo políticamente correcto. Se trata de prescindir del bien y quedarse solo con la corrección. La distinción no es baladí, dado que lo que se está afirmando es que no puede apuntarse que exista una forma de vida buena, una forma de vida mejor que otra, más allá de la preferencia personal; porque, si no fuera así, sería ilógico no preferir la buena a todas las demás. La vía de lo políticamente correcto es ciega ante el bien porque no desea identificarlo y, como escribe Sandel, citando a John Rawls en su Teoría de la Justicia, lo es en dos sentidos. Uno, cuando Rawls establece que los derechos individuales no pueden sacrificarse en aras del bien general: "cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar general puede anular. […] Los derechos garantizados por la justicia no están supeditados por negociación política alguna ni cálculo de intereses sociales". Y dos, porque justifica los derechos, no porque procuren el bienestar general o el bien, sino a causa de que configuran un marco dentro del cual los individuos pueden escoger sus propios valores, hasta donde esto sea compatible con la libertad de los demás: "Los principios de la justicia a partir de los que se concretan estos derechos no pueden tomar como premisa ninguna virtud particular de la vida buena". Naturalmente, esta forma de razonar está tan desencarnada de la vida real que en la práctica estos presupuestos no se aplican.
 
Por esto, en la política actual, y en contra de lo que reclama un liberal perfeccionista como Raz, no tienen cabida los debates sobre las distintas opciones de bien, solo caben proposiciones instrumentales
 
Estamos lejos de Aristóteles, que considera la ley como el común consentimiento de la ciudad, es decir mucho más que una simple mayoría. La palabra consenso traduciría bien la idea aristotélica. Y todavía estamos más lejos del perfeccionismo moral que introduce Santo Tomás de Aquino: la ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien cuida a la comunidad. Un enfoque que exige identificar cuál es el bien común, es decir el conjunto de condiciones que hacen posible que cada ciudadano y la comunidad desarrolle mejor sus dimensiones personales.

 

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