Moral sexual católica

24 de julio de 2014

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En las cartas a la dirección del diario El Mercurio se ha tratado estos días el tema de los medios anticonceptivos artificiales. Basándose en la respuesta a una consulta efectuada por la Iglesia católica, se observa que las familias tienen dificultad hoy para vivir la enseñanza de la Iglesia sobre esta materia. Y considerado el alto porcentaje de fieles que tendrían esta dificultad, o que abiertamente rechazan la enseñanza de la Iglesia, se insinúa la posibilidad, también de parte de algún sacerdote, de que la Iglesia revise su enseñanza sobre este punto. En este escenario el Señor Juan Esteban Ureta C., en carta publicada en ese mismo medio, pide a los Obispos una orientación.
 
Durante toda su historia la Iglesia ha procurado cumplir el mandato de Cristo de hacer a todos los seres humanos discípulos suyos, por los dos medios indicados por su Señor: “Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a observar todo lo que yo les he mandado” (Mt 28,19-20). La Iglesia lo ha hecho teniendo en cuenta la situación de las personas a las cuales anuncia el Evangelio y usando los métodos pedagógicos más eficaces para lograr su objetivo; el más eficaz ha sido siempre el testimonio, pues este es el único medio para “enseñar a observar”. Es el método usado por San Pablo: “Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1Cor 11,1). Lo que no puede hacer la Iglesia es cambiar lo mandado por Jesús, porque eso no pertenece a ella; le ha sido encomendado para que lo anuncie sin adulterarlo, menos que nunca para congraciarse con las personas o procurar popularidad: “Si tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal 1,10). La mejor demostración de que la Iglesia enseña la verdad que le ha sido encomendada es que lo hace aun al costo de ser impopular, pues nadie desea ser impopular gratuitamente. La Iglesia lo hace por fidelidad a Cristo. Él fue tan "impopular" que murió crucificado.
 
La Iglesia debe seguir el ejemplo de su Señor. Jesús anunció al mundo un mensaje, en el cual él manda cosas que eran difíciles de aceptar, no sólo para un alto porcentaje de los hombres y mujeres de su tiempo, sino para la totalidad. A los judíos se les había mandado resarcirse del daño recibido con la ley del “ojo por ojo y diente por diente”. Jesús dice: “Yo les mando: No resistan al mal. Antes bien al que te golpee en la mejilla derecha ofrécele la otra…” (Mt 5,38-39). A los judíos se les había mandado dar acta de repudio cuando se divorcian de su mujer; Jesús manda esto otro: “No separe el hombre lo que Dios ha unido… el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio” (Mt 19,9-12). Este mandato era contrario a todo lo vivido por el mundo hasta entonces y fue recibido con escepticismo por los mismos apóstoles: “Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse”. Pero Jesús no lo modificó ni aceptó la reacción de los apóstoles. Más bien lo reafirma vigorosamente llamando “eunuco” (castrado) al que no se casa, excepto si lo hace por el Reino de los cielos. Cuando Jesús anunció el don de la Eucaristía, lo abandonaron sus mismos discípulos; pero él, lejos de mitigar su enseñanza la reafirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6,55). Se podrían citar muchos otros ejemplos.
 
Respecto al tema de los anticonceptivos, no tenemos un mandato directo de Jesús, porque en su tiempo no existía la mentalidad antinatalista de nuestro tiempo. En su tiempo y también en el tiempo del Antiguo Testamento se consideraba la natalidad como un don de Dios y la fecundidad como una bendición: “Tu esposa como vid fecunda en el interior de tu casa. Tus hijos, como brotes de olivo en torno a tu mesa. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor” (Sal 128,3-4). Hay, sin embargo, un episodio en el A.T. que revela que a Dios desagrada la anticoncepción artificial, es decir, la separación de los dos fines del acto sexual, a saber, el unitivo y el procreativo. En Israel era considerado un acto de piedad fraterna que un hombre tomara a la viuda de su hermano que había muerto sin hijos para suscitar descendencia al difunto. Onán, hijo de Judá, por la razón que fuera, no quiso dar descendencia a su hermano mayor, Er, de su viuda, Tamar. Pero no dejó de unirse sexualmente con ella: “Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar descendencia a su hermano. Pareció mal al Señor lo que hacía y lo hizo morir también a él” (Gen 38,9-10). Esa acción, a saber, tener relaciones sexuales y hacerlas infecundas, por los medios que se conocían en esa época, es lo que desagradó a Dios. Siendo que Dios no cambia, esa acción sigue desagradándolo cuando los seres humanos las hacen en toda época, también hoy.
 
¿Y qué piensa Jesucristo? Podemos deducir que para Jesús la finalidad procreativa es la que justifica la relación sexual de los esposos en esta tierra. En efecto, la finalidad unitiva y de ayuda mutua se puede obtener también por otros medios. Cuando le preguntan de quién será la mujer que sucesivamente tuvo como esposo a siete hermanos y todos murieron sin descendencia, Jesús responde: “Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles...” (Lc 20,34-36). En la resurrección –estamos hablando de resurrección de la carne– no existirá la unión sexual: “Ni ellos tomarán mujer ni ellas marido”. Y la razón es que “no pueden ya morir”. Queda en evidencia que en la mente de Jesús lo que explica la relación sexual en esta tierra –“los hijos de este mundo toman mujer o marido”– es que los seres humanos mueren y es necesario, por tanto, que se reproduzcan. Quitada esta necesidad, no es necesaria la relación sexual. Por tanto, para Jesús la relación sexual –sin negar el fin unitivo: "Ya no son dos, sino una sola carne" (Mt 19,6)– tiene como fin esencial la reproducción. Por eso, privarla artificialmente de ese fin es contrario al plan de Dios. En la resurrección la mujer podrá amar a sus siete maridos sin conflicto, pues no existirá la exclusividad que es exigida por la relación conyugal.
 
Esto es lo que la Iglesia siempre ha enseñado a observar en fidelidad a Cristo. Lo ha expresado el Papa Pablo VI en tiempos recientes en la encíclica “Humanae vitae”:  “Hay que excluir, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda, además, excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (HV 14, 25 julio 1968). Esta enseñanza ha sido más recientemente reafirmada por el Catecismo de la Iglesia Católica (N. 2370), que califica como “intrínsecamente mala” toda acción anticonceptiva artificial.
 
Teniendo la mayor consideración por la situación de los esposos hoy –para esto ha hecho la consulta–, la Iglesia no puede privarlos del regalo de la verdad que ella ha recibido de Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí" (Jn 15,6).

 

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