Para Gloria de Dios y auxilio de muchos…

Sube a los altares el ángel de Dachau

23 de septiembre de 2016

Los aliados estaban a punto de llegar al campo de concentración, pero el padre Engelmar Unzeitig prefirió morir atendiendo a los enfermos de tifus que esperar a ser liberado

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Engelmar Unzeitig quería ser misionero en África. A los 17 años este joven nacido en 1911 en Greifendorf (Alemania) había entrado en los Misioneros de Marianhill. La II Guerra Mundial, que estalló unas semanas después de su ordenación sacerdotal, le cambió los planes. Año y medio después fue detenido y enviado al campo de concentración de Dachau. Los espías nazis lo denunciaron por «defender a los judíos perseguidos; considerar a Cristo, y no al Führer, como su Señor supremo; y enseñar a los jóvenes que la obediencia a Dios es más importante que el poder mundano», escribe el también misionero de Mariannhill Adalbert Balling en su biografía.
 
Después de sobrevivir cuatro años, cuando la victoria de los aliados se sabía próxima, se desató en Dachau una epidemia de tifus. La situación en los barracones de los enfermos «era terrible –recuerda en sus memorias (Por el borde del precipicio, Voz de los Sin Voz) el padre Hermann Scheipers–. Los piojos y chinches pululaban y los enfermos yacían en literas de tres camas. Una sola picadura era una sentencia de muerte segura».
 
Los jefes del campo exigieron al sacerdote que actuaba como decano entre los demás clérigos que seleccionara a 20 para atender a los enfermos. Él pidió voluntarios. «Uno no se puede hacer a la idea –continúa Scheipers– de lo que suponía eso en aquel instante. Ya oíamos la artillería americana. Solo ansiábamos la liberación». Unzeitig dio la espalda a esa promesa de libertad para entrar al barracón del tifus. Murió el 2 de marzo de 1945, menos de dos meses antes de la llegada de los aliados. Por eso se le conoce como el ángel de Dachau. El Papa Francisco lo reconoció como mártir en enero, y este sábado será beatificado en Wurzburgo (Alemania).
 
El campo de los sacerdotes
 
Abierto en 1933, Dachau fue el primer campo de concentración nazi, destinado en origen solo a prisioneros políticos. Las terribles condiciones de vida acabaron con la vida de al menos 30.000 de los 200.000 presos que albergó en doce años, pero no fue un campo de exterminio como Auschwitz, donde tres de cada cuatro recién llegados iban directos a la cámara de gas. La Iglesia logró de los nazis el compromiso –cumplido solo en parte– de concentrar allí a los clérigos presos para que se sostuvieran mutuamente. Los tres barracones reservados para ellos acogieron a 2.600 sacerdotes católicos y a otros cien clérigos cristianos. Tenían capilla y permiso para celebrar Misa. Algunos presos laicos, pese a tener la entrada prohibida, participaban clandestinamente.
 
Los cuatro años que el padre Unzeitig pasó en Dachau hicieron «madurar en él –explica a Alfa y Omega su biógrafo– una personalidad sólida» y una firme confianza en Dios. Otro sacerdote que compartió barracón y trabajo con él, Hans Brantzen, recuerda que «cuando los demás se quejaban y sentían nostalgia, cuando todo se les hacía demasiado y no podían más, él miraba hacia arriba», a Dios. «Ambos pertenecíamos a un pequeño círculo que debatía sobre liturgia, homilética y cuestiones pastorales. Cuando volvíamos agotados del trabajo, él iba la capilla antes que a la habitación».
 
Mendigaba… para los demás
 
El prisionero número 26.147 pronto hizo del campo su nueva misión. En una carta, escribió: «Espero poder hacer también aquí una pequeña contribución para devolver al mundo a la casa del Padre». Son numerosos los testimonios de cómo –escribe el padre Balling en su biografía– «repetidamente apartaba algo de sus ya escasas raciones de comida» para otros prisioneros más necesitados. Incluso «mendigaba entre sus hermanos sacerdotes», contaba el padre Brantzen.
 
Además del hambre corporal, trataba de saciar la sed de Dios. «Su actitud profundamente sacerdotal –continuaba su compañero– surtió efecto» de forma «misteriosa» en un oficial de las SS para el que hizo labores de oficina durante un tiempo, y con el que llegó a tener intensas conversaciones.
 
Misionero de los rusos
 
Pero su principal apostolado fue con los rusos, tratados por los nazis con especial dureza. «Durante el noviciado, había aprendido algo de ruso», explica el padre Balling. Una vez en Dachau, perfeccionó su manejo del idioma para hacerse cercano a los presos soviéticos. Además, se unió a un grupito de sacerdotes que también hablaban ruso para «traducir en secreto partes del catecismo y de la Biblia».
 
Esta misión fue especialmente fructífera con Piotr, con el que coincidió cuando ambos trabajaban en una fábrica de armamento. «Pronto –recordaba Brantzen– comenzaron las conversaciones sobre Dios durante el turno de noche». La amistad crecía, pero «en Piotr todavía quedaba algo de inseguridad» para dar el paso final. La muerte martirial del padre Engelmar derribó sus barreras y le decidió a pedir el Bautismo. Se cumplió así lo que el sacerdote había escrito en una de sus últimas cartas: «El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría… El bien es inmortal y la victoria debe ser de Dios».


 

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