El signo de la presencia de Dios

15 de agosto de 2013

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En el destierro de Dios de la ciudad secular hemos contribuido los sacerdotes y religiosos. Andamos por el mundo “aseglarados”; olvidando que hemos de estar en el mundo sin ser de él. No sólo no hemos sabido frenar la secularización social sino que nosotros mismos nos hemos secularizado preocupantemente. Un indicador de lo mismo es el arrinconamiento del signo externo de nuestra consagración. ¡Fuera los hábitos! Como si aquello fuese sólo una cuestión meramente externa o de modas. Despreciando a la ligera la pedagogía del cleriman o del hábito nos ha tragado con mayor facilidad la ballena del mundo… a la que le molesta cuanto recuerde a Dios.

He leído en algún lugar una loa de las excelencias de la sotana. No pretendo hacer aquí nada parecido. Nunca he entrado en la teología de la tela ¡tela, que teología! Ni siquiera pretendo convencer a nadie; sólo quiero compartir mi experiencia. Desde la Ordenación visto de cleriman sin complejos. Lo piden las normas de la Iglesia, el Papa insiste en ello y me basta ¿O vamos a reservar la obediencia a Pedro sólo para cuando surja un cisma? Es más, en la entrevista con mi obispo previa a la Ordenación, me preguntó: -“¿Sabes que la Iglesia quiere que sus sacerdotes usen el signo externo? – Sí señor, lo sé. - ¿Tienes algún problema en vestirlo? – No señor, ninguno. – Pues tu obispo, en su nombre, te lo pide. – Pues no se hable más.
 
Curiosamente, desde entonces, he recibido más presiones “internas” para que lo abandonase que reproches de fuera. Una amiga teresiana no deja, siempre que tiene ocasión, de tratar de comerme la moral: - ¿Qué haces así vestido? Pareces “tradi” (Carca, dicho con suavidad), menos mal que por dentro las ideas son de nuestro tiempo.

Como si exteriorizar la consagración fuera indicador de falta de contemporaneidad. Se me antoja, desde mi experiencia, que más bien lo desfasado es esa progresía postconciliar mal entendida que corroe aún a muchos seminarios, ordenes e instituciones eclesiales con sus prejuicios de mitad del siglo pasado. Como si incompatible fuera mantener una actitud cordial, alegre, dialogante y abierta al mundo y al mismo tiempo ser fiel al signo externo. Y testimoniar así, con la sola presencia, que servir a Dios en bien de los hombres es la calve de nuestro gozo y entrega. Los sacerdotes y religiosos hemos desertado de los signos que hacen visible a Dios en medio del mundo. Lo hacemos a veces con la ingenua pretensión de parecer así más próximos, más cercanos, de acortar distancias… ¿Cómo si el hábito distanciase en algo? Y en esa noble pretensión, tanto nos hemos acercado al mundo que nos hemos diluido en él. Al tiempo que hemos privando a las gentes de la visibilidad de la entrega, de la razón profunda de nuestra generosidad, del testimonio palpable de la permanencia feliz de la vocación consagrada o ministerial. Y de ese mísero modo, hemos cambiado el austero y edificante hábito por la ropa de maraca o de boutique, la ostentación y los gastos superfluos... ¡Ya no se vé que nos hayamos acercado al mundo sino que nos hemos hecho del mundo!
 
En cierta ocasión, estando yo de cleriman en una sacristía, para la boda de un amigo, con el párroco (de esos súper-mega próximos al mundo) y con un sacerdote religioso de los que “van de calle”; cada vez que entraba alguien, el cura repetía la misma broma: - ¡Hola, aquí dos personas, nosotros, y un cura (y me señalaba a mi)… ¡Debes sacudirte esos trapos!
 
Era cierto porque lo mío eran trapos frente a lo suyo que vestía un traje, camisa, corbata de alta costura, zapatos de firma y un reloj de marca, con su pillacorbatas, anillo y pitillera de oro ¡Deslumbrante todo ello frente a un miserable alzacuellos! Y decía verdad - “¡Aquí una persona!” porque de cura sólo le quedaban las licencias para celebrar… el resto, ya hacía tiempo que se lo había comido el mundo.
 
He de confesar que, en todos estos años vistiendo el cleriman he experimentado infinitamente más cordialidad y acogida que rechazo; he recogido más simpatía y afecto que acritud o insulto por ir manifestando mi sacerdocio. Pero, sobre todo, he podido comprobar las bondades de su uso. Gracias a que me identifica como sacerdote he tenido la oportunidad de atender, en plena calle, a personas angustiadas o necesitadas de consejo, administrar la unción, responder a consultas de casos de conciencia.
 
A la luz de mi experiencia no puedo sostener que el cleriman aleje de la gente o ponga distancia alguna, antes bien, facilita el encuentro y clarifica posturas. Los alumnos de la Universidad donde imparto clase son la prueba evidente, interaccionan conmigo con naturalidad, bromean, conversan y me tienen afecto quizás más que a cualquier otro profesor. Nos dolemos del avance imparable de la secularización y del olvido de Dios; pero ¿no tendremos que ver en ello algo los mismos consagrados?
 
Concluyo con una anécdota. Celebré hace meses unas bodas de oro de los padres de unos amigos. Tras la ceremonia, al organizar los coches para ir al restaurante, me pido el coche de los niños. Íbamos atestados, me pongo en las rodillas a una mocosilla de lengua de trapo. Me mira curiosamente y me pregunta con descaro: - ¿Tu eres el que antes iba disfrazado de cura? Arqueo las cejas y exagerando le digo: - ¡Noooooo! ¿Cómo que disfrazado de cura? ¡Yo soy cura y no lo disimulo! Lo de antes era la ropa de decir Misa, y que soy cura lo dice esto (señalando el alzacuello) para que todo el mundo lo sepa.
 
– ¡Ahhhhh! ¿Cómo la bata de papá? Para que todos los que van malitos al hospital sepan que él es el médico.
- ¡Exacto! para que todos los que van malitos por la vida sepan que Dios no los ha dejado solos...
Y con infatigable curiosidad infantil –mientras los padres se mondan de risa- inicia su interrogatorio: - Oye ¿Y tu tienes hijos?...
 
Señor, que tus ministros nos identifiquemos, siempre y en todo lugar, como enteramente tuyos para los demás. Que allá donde estemos, cuantos se tropiecen con nosotros -a simple vista- sepan que hemos consagrado nuestra vida a Ti e imitando tu entrega queremos hacemos servidores de los hombres. Que nuestra vida entera, sin reservas, te ama y se te da sin medida, con corazón indiviso, con generosidad extremosa en bien de todos. Que no caigamos en la tentación de camuflar nuestra identidad, que no la reduzcamos a una cómoda crucecita en la solapa –de quita y pon según convenga- identidad, que no reduzcamos a una crucecita –de quita y pon- en la solapa ¡Como si del ropaje litúrgico se tratase lo que es expresión externa de la configuración de nuestra identidad, de nuestra actitud ante la vida y de nuestra voluntad inquebrantable de entrega servicial.
Concédenos que no ocultemos nunca lo que somos, ni siquiera por prudencia, y mucho menos por comodidad. Que no sea nunca un disfraz nuestro alzacuello sino exteriorización de nuestro ser más profundo: ¡Sacerdote in aeternum!; expresión del carácter que imprime el ministerio, del deseo de ser fiel y obediente a lo que la Iglesia pide, del empeño perseverante en una disponibilidad absoluta. Señor que, sin necesidad de palabras, con desparpajo, le digamos al mundo: ¡Aquí hay un cura para servirle a Dios y usted!

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