¿Pocos hijos para mejorar su educación o para consumir más?

02 de abril de 2015

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El Premio Nobel de Economía en 1992, Gary S. Becker, es de los creadores de este nuevo ámbito de la economía que es el capital humano. A él se debe de manera especial, aunque no única, la determinación de la importancia de la educación como factor de desarrollo, investigó la magnitud de la inversión y las tasas de rendimiento en la educación; y definió las múltiples formas del capital humano como la escolarización, la formación en el trabajo y la salud. Becker considera que pocos países, o quizás ninguno, han conseguido un periodo de crecimiento económico sostenido sin inversiones importantes en su fuerza de trabajo. Los trabajos posteriores del propio Becker, y de otros autores en la investigación de las causas endógenas del crecimiento económico, dan lugar a considerar que, cuando el capital humano aumenta, se tienen menos hijos y una mayor inversión educativa por niño. Pero esta explicación presenta numerosos inconvenientes cuando la natalidad cae por debajo de la tasa de equilibrio de la población, de 2,1 hijos por mujer en edad fértil. La reducción tiene sentido cuando se pasa por ejemplo de cinco hijos a tres, porque esta disminución del número de hijos se puede traducir en más recursos de la familia para conseguir una mejor educación para los hijos restantes, pero carece de él cuándo se pasa de dos hijos a uno, dado que en este caso es imposible doblar el tiempo de estudio. Tampoco explica el progresivo crecimiento del número de parejas que no tienen hijos al tiempo que ha ido creciendo la renta per cápita. No se ha conseguido establecer una relación causal con el retraso de la mujer en tener el primer hijo, que es una causa fundamental en la baja natalidad, y por consiguiente es muy posible que lo que los datos registren no sea tanto una preferencia por el aumento de la inversión en educación, sino la decisión de tener menos hijos por el retraso en la maternidad.

Por otra parte, si la variable inversión en educación de las familias estuviera claramente correlacionada, tendría que ser sensible a la gratuidad de los diferentes ciclos de enseñanza, pero no es así. No se observa que en los países en los que la enseñanza es gratuita, y la universidad tiene un bajo coste, la natalidad sea más alta como consecuencia de una menor afectación sobre el gasto familiar. Por otra parte, en los países como España, donde la gratuidad es relativamente reciente, no se produjo un aumento de la natalidad cuando se implantó; al contrario, esta ha disminuido con el paso del tiempo y hasta la llegada de un numeroso contingente de inmigrantes, lo que indica que a partir de una primera reducción de la natalidad, la que se opera en el paso de un estadio de producción rural a otro urbano, el número de hijos no está conectado claramente con el cálculo de la inversión familiar en su educación. Tampoco dicha pretensión es coherente con el hecho que las familias numerosas se sitúan en el intervalo de los hogares con ingresos medio-bajos y medio-altos, siendo las que presentan un mayor ingreso las menos propensas a este tipo de familia. Si la relación entre inversión en educación y número de hijos se cumpliera, debería evidenciarse en el sentido de que, a mayor renta, más hijos a causa del menor coste relativo de educación.

Todo ello induce a considerar que el número de hijos en sociedades con una fecundidad inferior a la tasa de remplazo depende en mayor medida de otro tipo de factores de naturaleza cultural, dotados de una mayor capacidad de prescripción. Es muy probable que la hipótesis de la preferencia de los adultos por el consumo antes que por la descendencia, posea una mayor capacidad explicativa.

 

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