Crónicas de un obsoleto 15. "La sabiduría de Agatón"

23 de abril de 2015

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Estimados lectores:

Les repito la tesis del obsoleto  para que no perdamos el hilo. Se trata de la gran diferencia entre los  que creen en la transformación del hombre y los que creen en la trasformación del mundo, cada cual poniendo en su punto de vista el máximo empeño. En la última crónica se llegó a la conclusión de que los que intentan la transformación del mundo, sin ocuparse previamente de la transformación del hombre, acaban siempre con imponer sus dictaduras, recluir a sus semejantes en campos de concentración (o de “reeducación”) y  a cometer  los más grandes genocidios de la historia. El Señor Jesús es el único que sabe transformar al hombre, porque es el único que sabe trasmutar el mal en un bien, convertir los pecados en santidad.

Años atrás el obsoleto estuvo un año en un monasterio muy apartado, en las sierras de Tucumán, Argentina, para aprender la soledad y el silencio que son necesarias para iniciar la anhelada transformación en Cristo. Muchas veces el exceso de actividades y de toda clase de entretenciones impide que el ser humano se concentre en el evangelio y la oración, asunto imprescindible para alcanzar algún progreso espiritual. Mucho se aprende en este sentido de los Padres del desierto. Uno de ellos, llamado Agatón, trata tanto sobre el silencio como sobre la oración. Sobre el silencio: “Del Padre Agatón se refiere que durante tres años llevó una piedra en la boca, hasta alcanzar el silencio”. Sobre la oración: “Preguntaron los hermanos al Padre Agatón: ¿Entre todas las buenas obras cuál exige el mayor esfuerzo? El les contestó: Creo que no hay trabajo igual al de orar a Dios. Cada vez que el hombre quiere orar, los enemigos se esfuerzan por impedírselo, pues saben que sólo los logra detener la oración a Dios. En toda obra buena que emprenda el hombre llegará al descanso si persevera en ella, pero en la oración se necesita combatir hasta el último suspiro”.

El monasterio aquel se levantaba a mil metros de altura, en medio de un magnífico panorama de cerros boscosos, construido todo en piedra y reinaba en él un gran silencio. El filósofo Ortega y Gasset afirmaba de sí: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Lo primero que sucede cuando uno entra en la soledad y el silencio es que uno es privado de sus habituales “circunstancias”: ambiente conocido, personas cercanas, libros, conversaciones. Y queda el “yo” solo. Eso duele mucho. Empieza como un fuego interior purificador  que va avanzando y recorriendo todas las partes de nuestra interioridad. Al mismo tiempo resonaba el silbido de un pájaro en intervalos iguales y todos los días. El “yo”, desnudo de sus circunstancias, balbuceando: “Aquí me tienes en tu presencia”. Y el vacío creado por el gran silencio podía llenarse de oración.

             En el mismo rincón del Tucumán hubo otra sorpresa: de cuando en cuando aparecía un grupo de familias que venía peregrinando de lejos llevando en andas una imagen  de la Virgen María o de un santo. Tocaban diversos instrumentos musicales, violines, flautas, acordeones y bombos, en forma bastante desafinada y los encabezaba un abanderado. Se trataba de una costumbre venida de los antiguos tiempos coloniales, de rancia religiosidad popular.  Una vez al año era costumbre que una familia llevara a la principal imagen religiosa de su casa en peregrinación a veces de varios días desde sus serranías a una iglesia o convento, donde asistía a una misa previamente encargada. En la petición de estas llamadas “misas chicas”, una vez alcanzada la meta, se especificaba que la misa en el monasterio fuera “con humito”(incienso) y con varias “sentaditas” del sacerdote. La familia con niños, ancianos y allegados se instalaba en una bodega o cobertor y en seguida iba a misa, siempre con la imagen religiosa a cuestas. Terminado todo se volvían a casa con la bandera argentina adelante y la misma música. Era una manera solemne de buscar la bendición de Dios. Se trataba siempre de gente de humilde origen, sin pretensión alguna de cambiar el mundo.
 

 

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