Vivir sin GPS

22 de agosto de 2013

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Un perspicaz obispo sintetizaba hace años que la relación con Cristo comenzaba por ser seguidor suyo, seguía por convertirse en discípulo y acababa por devenir apóstol.
 
Cuando pensamos en los apóstoles, los imaginamos alrededor de Jesús, sentados a la orilla del Tiberíades, andando los caminos de Galilea, atendiendo la predicación en el Templo de Jerusalén… Pero no. A quienes encontramos ahí es aún a los discípulos, a quienes asumen a Jesús de Nazaret como Maestro, aprenden de Él, van haciendo suyos sus criterios de vida…
 
Si queremos hallar a los apóstoles, tenemos que irnos a los pasajes que arrancan de Pentecostés, el momento en que “la fuerza que viene de lo alto” entra en ellos y se convierte en su aliento vital. Respiran Espíritu Santo y con eso son lanzados al mundo. La situación para ellos es completamente nueva.
 
Como discípulos tenían una guía de aprendizaje y actuación clara. Primero, el mensaje de Jesús —en hechos y palabras—hasta el momento de su muerte; mensaje que es referente en la historia de la humanidad, tanto para creyentes como para no creyentes. Pero ahí no termina: Cristo resucitado regala aún más enseñanzas que constituyen el mapa, la hoja de ruta para intentar vivir resucitados ya aquí en la tierra, asumiendo verdaderamente el sentido del bautismo: morir y resucitar con Cristo.
 
Los discípulos de Jesús asumieron ese último trayecto con Jesús y por eso pudieron comenzar a vivir como resucitados e ir a la plenitud de experiencia pascual, que es abrirse al don del Espíritu Santo.
 
Pero ahí se complica la cosa. Porque Jesús ya no está, porque las situaciones a las que se enfrentan son nuevas: las circunstancias irán cambiando, se plantearán cosas que Él no tuvo que resolver. Jesucristo, en tanto que hombre, se movió en un contexto sociocultural determinado, y vivió encarnado en él. El nuestro es distinto; y a la luz de lo que Él vivió, y con la luz del Espíritu Santo, tenemos que ser capaces de encarnar el mensaje evangélico en las culturas y contextos contemporáneos.
 
Se es apóstol, porque se es enviado. Y enviado a comenzar, a lo no conocido, a lo no dominado, a lo que está por evangelizar. Incluso, ya en nuestros tiempos, a lo que está por evangelizar de nuevo: ¿cómo devolver al amor primero?; ¿cómo entusiasmar a quienes diciéndose creyentes no terminan (no terminamos) de vivir como resucitados?
 
Nos lo está repitiendo una y otra vez Francisco: hay que ir a las periferias, geográficas y existenciales. Y asume con realismo las implicaciones: entre una Iglesia que de tanto mirarse a sí misma acabe enferma de auto referencialidad, y una Iglesia que pueda accidentarse porque sale a caminos que no controla, él dice que prefiere, sin ninguna duda, asumir el riesgo de accidentarse.
 
La madurez de un itinerario de fe nos lleva a ser apóstoles, ya no seguidores ni discípulos. No tenemos que “imitar” a Cristo, sino dejarnos llenar del Espíritu Santo para poder exclamar con San Pablo: “Es Cristo quien vive en mí”.
 
Pues una vez resucitados con Cristo, no sirven los mapas, no sirven los GPS que nos dicten la ruta a seguir. Asumiendo con madurez la responsabilidad que nos viene con el don recibido, agradecidos por la tradición que nos ha llevado a ser quienes somos, hay que lanzarse al camino a sabiendas, como dice San Juan de la Cruz, que “para ir adonde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe”.

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