Francisco: el Estado tiene una deuda con la familia

10 de julio de 2015

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En una de sus primeras intervenciones en Ecuador, en la misa en Guayaquil, el Papa ha situado la cuestión de la familia. De su intervención deseo subrayar ahora un concepto, aquel que advierte de que el Estado tiene una deuda social con la familia, y que por consiguiente la ayuda a la misma no puede ser interpretada como “una limosna”, como una política de asistencia social, podríamos decir. Esta en todo caso quedaría limitada solo a aquellos hogares que viven en situación de pobreza, pero no a la familia en términos generales, que es a lo que se refiere Francisco. Estas ayudas sociales lo serían más en razón de la pobreza de los sujetos que por el hecho de ser familia. Al mismo tiempo, todas ellas deberían recibir una prestación -universal, por tanto- como contrapartida a lo que aportan a la sociedad, al Estado. Diferenciar ambos conceptos es fundamental, cosa que no siempre se hace. De hecho, la política familiar o está dotada en un ministerio especifico, que no puede confundirse con el servicios sociales, o su naturaleza encaja más en las políticas económicas trasversales que en otra cosa.
 
Ya sé que esta idea puede extrañar pero es la que responde a la realidad de su papel. De ahí que cuando el Papa se refiera a “deuda social” del Estado, creo que no debe ser entendida solo en términos éticos, o fruto de una reflexión religiosa, sino también en términos literales. El no hacerlo comporta dos tipos de problemas graves: perder de vista el enfoque adecuado de las políticas integrales de desarrollo, e ignorar que es lo que realmente hace la familia en términos de crecimiento y bienestar, las funciones que desempeña, lo que implica caer en el nominalismo. No es el nombre que hace a la cosa, no es aquello a lo que se le llame familia que genera la aportación que da lugar a la deuda, sino las funciones concretas que desempeña relacionadas con la economía y el bienestar. Son estas las que producen los bienes, y no el nombre.
 
Estas funciones son básicamente las relacionadas con la estabilidad familiar, la no ruptura, que está en la base de todas las demás, la capacidad de genera descendencia como mínimo en tasa de reemplazo, la capacidad educadora, que es la fuente primaria –la única- del capital humano, el capital social localizado en la familia, que se traduce en efectos sobre aquel capital humano, y la generación de externalidades positivas, y el efecto dinástico, que facilita la existencia de una cultura de inversión a largo plazo, o en otros términos a diferir consumos presentes en razón de ventajas futuras lejanas. Estas funciones y sus derivadas inciden sobre los factores de crecimiento y bienestar: sobre el trabajo, la formación de capital, el capital humano, el funcionamiento institucional, la productividad, la tasa de progreso técnico a través de aquel capital humano, la desigualdad y la movilidad social, las perspectivas deflacionarias, por una parte. Por otra, sobre el sistema público de pensiones, y también sobre la distribución del gasto y la inversión, a través del impacto de los costes sociales y su variación, y su efecto sobre los costes de transacción públicos y de oportunidad.
 
Todo esto en buena medida se margina de la reflexión económica y política, con el consiguiente perjuicio, y de ello es de lo que trato en mi último estudio sobre las funciones económicas de la familia, realizado gracias a la colaboración de la Universidad Internacional de la Rioja (UNIR).
 
Desvalorar y aplicar en el plano técnico y político los principios sobre la familia, y de hecho el conjunto de la Doctrina Social de la Iglesia, es una necesidad imperiosa, más cuando el modelo bajo el que vivimos hace aguas por todas partes.

 

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