Medjugorje: ¿Qué esperas de mí, María?

14 de agosto de 2015

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Que le abramos las puertas de nuestro corazón y de nuestra alma hasta el fondo, de tal modo que ella y su Hijo Jesucristo puedan penetrar hasta lo más profundo de nuestro ser, de tal modo que nuestras acciones sean también acciones de Jesús.

 
Acabo de regresar de Medjugorje, ese lugar de Herzegovina donde desde hace ya bastantes años se aparece la Virgen, en unas apariciones que la Iglesia tiene bajo estudio, sin todavía pronunciarse. Pero en todo caso, es un lugar de conversiones y de encuentro con el Señor en el sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía.

Aunque es evidente que lo que muchos de los peregrinos buscan en ese lugar es paz, no es infrecuente encontrarse con otros que tienen para la Virgen una pregunta. “¿Qué es lo que esperas de mí, María?”. Esa pregunta tiene la contestación: que le abramos las puertas de nuestro corazón y de nuestra alma hasta el fondo, de tal modo que ella y su Hijo Jesucristo puedan penetrar hasta lo más profundo de nuestro ser, de tal modo que nuestras acciones sean también acciones de Jesús, que puede actuar en el mundo a través nuestro.

Ahora bien, el problema es cómo realizarlo, porque esta apertura hacia Jesús y María supone varias cosas: ante todo el don de la fe, de la que los propios apóstoles llegaron a decir a Jesús: “auméntanos la fe” (Lc 17,5), por lo que si ellos hicieron esta petición, imaginémonos si nosotros tenemos que hacerla; en segundo lugar, la gracia de la oración, sin la cual es inimaginable una vida cristiana; y en tercer lugar el don de la alegría, de la que San Pablo nos dice en 1 Tes 5,16: “estad siempre alegres”, mientras en Filip 4,4 nos recuerda: “alegraos en el Señor, os lo recuerdo, alegraos”.

La orden de San Pablo está clara, especialmente si recordamos que cuando nos dejamos llevar por la alegría y el buen humor, vamos sembrándolos también alrededor nuestro y hacemos el bien prácticamente sin darnos cuenta de ello, mientras que si nos dejamos llevar por la rabia y la amargura de encantadores no tenemos nada, y de hacer el bien, tampoco.

Otra cosa que los creyentes debemos hacer es saber dar razón de nuestra fe, es decir que creemos en Dios. Para mí hay dos argumentos muy fuertes: el que los científicos nos digan que el Universo tiene edad, y como de la nada no puede surgir algo, necesita un Creador; y el hecho que nuestra máxima aspiración, la de todos, es ser felices siempre, pero ello sin Dios es inalcanzable y seríamos víctimas de una gigantesca estafa. Personalmente, me parece absurdo que la vida no tenga sentido y que no podamos ser eternamente felices.

Por ello es bueno que nosotros los creyentes no sólo estemos a la defensiva, intentando dar razón de nuestra fe, sino que también contraataquemos, preguntando a los no creyentes las razones de su increencia. Pienso en tantos jóvenes universitarios para quienes la Universidad es la escuela de lo políticamente correcto y de la renuncia a pensar. Unamuno tuvo una frase genial, por supuesto aplicable y de qué modo a nuestro país: “En Francia no se puede pensar libremente, hay que ser librepensador”.

El analfabetismo práctico de algunos de nuestros líderes políticos, surgidos en la Universidad, con sus ideas trasnochadas y mil veces fracasadas, horroriza a cualquiera que no haya perdido la facultad de razonar. Y es que si Dios no existe, todo termina con la muerte, y daría lo mismo ser buena persona que sinvergüenza, aunque la realidad es que las ventajas serían para estos últimos. Uno de los grandes argumentos en contra de la existencia de Dios, la existencia de injusticias y del mal en el mundo, sería un problema realmente insoluble. Para empezar, hay que descartar la idea de una Justicia divina que ponga las cosas en orden, pues muchas injusticias quedarían impunes y muchas buenas obras sin recompensa. Los principios morales no valdrían para nada. Por ello San Pablo en su primera epístola a Corintios capítulo 15, tiene algunas frases muy contundentes: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe” (v. 14); “si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (v. 32).

Y es que, en pocas palabras, la diferencia principal entre creyentes y no creyentes está en la esperanza, en el pensar que la vida sí tiene sentido, porque Dios y la Virgen nos aman y juegan un papel muy importante en nuestra vida.

 

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