Crónicas de un Obsoleto 30. De los antepasados protestantes

09 de octubre de 2015

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Estimados lectores:

 Dicen los entendidos que en la inmigración alemana del Sur de Chile en la segunda mitad del siglo XIX, en Valdivia y Osorno prevalecieron los colonos de fe luterana, mientras que en Puerto Montt y las regiones del lago Llanquihue abundaron más los católicos. Estos últimos tendieron más rápidamente a contraer matrimonios con los chilenos de raigambre hispánica ; los primeros fueron más reticentes, no por algún prejuicio, sino por los mismos hábitos de culto protestante. Pero después de un siglo todos quedaron emparentados y la práctica de la lengua alemana menguada. Los luteranos tenían un nivel cultural más alto, siendo no pocos los hogares dotados de bibliotecas y con hábito de lectura extendido. Al llegar a Chile, una de sus primeras preocupaciones era la fundación de colegios. El más antiguo fue el “Instituto alemán de Osorno”, creado en 1854. El bisabuelo del Obsoleto figura por medio de una gran placa de bronce como insigne benefactor de dicho plantel. El abuelo del Obsoleto, don Segismundo, llegó a Chile en 1878, después de titularse de farmacéutico en la Universidad de Marburgo, Alemania. En 1880 revalidó su título en la Universidad de Chile y desde 1881 rigió en Osorno la primera “botica y droguería” de la ciudad. En una de sus sesiones de fin de semana en el departamento del canto del gallo don Federico había explicado a su hijo la mutación sustancial que se había operado en el noble oficio farmacéutico gracias al “progreso”. En los tiempos del abuelo Segismundo y en gran parte también en el suyo, la profesión del farmacéutico requería conocimientos ante todo botánicos y químicos. La “botica y droguería” requería muchas horas de laboratorio, en que el profesional componía él mismo los remedios, recurriendo a la experiencia de muchos y a la suya propia. Era una tarea muy creativa. Don Segismundo no ahorraba viajes a San Juan de la Costa, para recurrir a la experiencia de las machis indígenas y a las yerbas de los bosques costinos. A su vez la clientela Huilliche en la “botica y droguería” era numerosa y venía a amarrar sus caballos al largo poste horizontal que frente  al oficio de don Segismundo separaba la vereda de la calle. El gozaba la riqueza del intercambio humano que le procuraba su profesión con toda clase de personas. En cambio, la aparición de los grandes laboratorios químicos y el desplazamiento de las tareas creativas por la precisión científica anónima, había privado al oficio farmacéutico de todo su misterio y transformado en un intercambio meramente  comercial. “Hijo”., le había dicho don Federico a su hijo, “no estudies eso, tienes que seguir tu vocación”. Y eso, que él gerentaba tres farmacias en la ciudad. Más de una vez el padre le repetía al hijo que  el secreto de la vida estaba en la fuerza de la vocación. Don Federico ignoraba el peso profético que sus palabras contenían para Obsoleto, el hijo.

Otras revelaciones se fueron dando en el departamento del gallicanto, que mostraron al Obsoleto el desencanto religioso de su padre. En las clases de preparación para la confirmación luterana Federico debía encargarse del toque de las campanas de la iglesia. Una vez le tocó como de costumbre ascender la escalera de la torre, cuando se topó con dos zapatos y dos piernas suspendidas en el aire. Con espanto descubrió que en la semi-penumbra se había colgado el pastor de la comunidad. Nunca se supo por qué motivo había puesto fin a su vida y porqué precisamente en aquel lugar.

En otra ocasión le había dicho con voz apesadumbrada que él no podía seguir a Cristo, porque este había exigido en su evangelio que para seguirlo a él había que dejarlo todo y a todos. Y el no nos podía dejar a nosotros, la familia, porque de hacerlo, moriríamos de hambre. Al Obsoleto este error de interpretación, que él no supo refutar por respeto, siempre le dolió en el recuerdo.

Otro recuerdo de sus antepasados protestantes era que su abuelo Segismundo y su abuela Anamaría (hija del gran benefactor del Colegio alemán conmemorado con  placa de bronce)al atardecer leían la Biblia. Encima de su cama la abuela tenía siempre colgada una tabla de madera con la inscripción pirograbada de la sentencia que en el libro del Apocalipsis  el ángel dirige a la iglesia de Esmirna (2,10): “Se fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” Ella  entendió esta palabra llevando durante cuarenta años trajes de luto a partir de la muerte de su esposo.

 

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