Crónicas de un obsoleto 31. Hacerse hombre

23 de octubre de 2015

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Estimados lectores:

Después de la celebración de su Primera Comunión en noviembre del año 1940 el Obsoleto había tomado la decisión muy secreta y solitaria de aprender el oficio de monaguillo en la parroquia de San Mateo de la ciudad de Osorno.

El rito de la misa antes del Concilio comenzaba con un diálogo en latín entre el sacerdote y su ayudante. Ambos se persignaban y el celebrante pronunciaba las palabras del salmo 43,4: “Introibo ad altare Dei” (“Llegaré al altar de Dios”).El monaguillo debía contestar: “Ad Deum qui laetificat juventutem meam” (“Al Dios que alegra mi juventud”). Estas últimas palabras le habían llamado mucho la atención al joven Obsoleto por su coincidencia con su propia experiencia de total alegría, primero durante la proyección de la película “Las aventuras de Pinocho”, poco después de su primera confesión y posteriormente  durante toda la misa de su Primera Comunión.

En ambas ocasiones Dios se le había hecho presente como gozo inmotivado y muy prolongado. ¿Y qué relación habría entre el canto tan sonoro del gallo y aquella sorpresiva alegría? ¿Podría esperarse una repetición de aquel gozo al ayudar a misa? Ciertamente se daban varios motivos de alegría en esas misas de las 7 de la madrugada, usuales en los tiempos anteriores al Concilio. Este, sin eliminar la costumbre de las misas matutinas, trasladó el peso de la liturgia al tiempo vespertino.

Pero también la introducción de la televisión contribuyó a esta imperceptible revolución en desmedro de las horas matutinas. El mundo entero se acostumbró a terminar el día con el ruido de los noticieros, las predicciones meteorológicas y las películas cada vez más escabrosas hasta medianoche. En las iglesias ya no se vivían las horas de la salida del sol entre las plegarias de las ancianas de fe más recia, y las campanas dejaron de indicar el comienzo del trabajo. Se debilitó el rezo del milenario ángelus.

Pero en esos años cuarenta del siglo XX ya el camino hacia la misa de 7 era un acontecimiento grato por el predominio del silencio, horadado sólo por el ladrido de los perros  y el gorjeo de los pájaros. El aire de Osorno, antes de los fatídicos tiempos de la contaminación, era de una fragancia fresca e intensamente vegetal, a no ser que la lluvia impusiera su fragor. En la sacristía de la iglesia lo esperaba el P. Humberto y le daba un rápido repaso de los versículos latinos. Para el joven acólito lo que más le resonaba era el “ Ad Deum qui laetificat juventutem meam”, “Al Dios que alegra mi juventud”. Como ya fue dicho en una crónica anterior, a las 7.40 el Obsoleto ya estaba de vuelta en casa para el desayuno y a las 8 entraba a clases.
 
Por aquella época doña Alexia tuvo la idea de coser para su hijo una capa para los días de lluvia. Era del mismo material negro de los ponchos de “manta de Castilla” que usaban los campesinos. La generalidad de los colegiales del Colegio alemán usaban capas de goma contra la lluvia; unos pocos tenían paraguas. La capa de manta de castilla negra, ideada por la mamá, era muy abrigadora, pero al mismo tiempo muy llamativa: nadie usaba una vestimenta de ese tipo. Para colmo, al ver aparecer en las puertas del colegio al Obsoleto en esa tenida, los compañeros comenzaron a gritar. “¡Caperucita negra!”. En muy poco tiempo era ese el sobrenombre del Obsoleto. Tanto lo mortificaba aquel mote que, aunque cayera torrencial la lluvia, se desprendía de la capa negra al acercarse al colegio y la acomodaba sobre el brazo. Con eso el tema de las observaciones burlonas se trasladaba de la capa negra a la camisa mojada. Los padres nunca supieron de las molestias que su hijo sufrió a causa de la capa negra. Diez años más tarde, el Obsoleto al ceñirse el hábito de monje benedictino, con túnica, cinturón y escapulario de capuchón negro, recordaba la burla de los colegiales acerca del “Caperucita negro” como una misteriosa profecía, una broma divina.
 
Otros pensamientos bullían en la mente del papá don Federico: su hijo debía “hacerse hombre” y para ello alejarse un tiempo de madre y hermanas; y superar su desequilibrio curricular. Este desequilibrio consistía básicamente en un brillante desempeño en los ramos humanísticos y lenguaje, en un rendimiento mediocre en el sector científico y uno francamente malo en los deportes. En el caso de la clase de gimnasia el Obsoleto se procuraba un cierto alivio cuando estaba presente Heinz Tischler, que era aun menos diestro que él. Pero cuando este faltaba por algún impedimento, la humillación del Obsoleto era total. Igualmente penoso era el momento en que, para formar los dos equipos de algún juego, los dos capitanes elegían alternadamente a los deportistas que les parecían más capaces. Siempre el Obsoleto quedaba para el final.
 
Para mejorar el empeño de su hijo en los ramos deficientes papá Federico contrató profesores para clases particulares. Esto no era particularmente llamativo en matemáticas y ramos científicos. Pero de nuevo el Obsoleto se convirtió en chiste del colegio cuando se supo que recibía clases particulares de educación física en los ratos libres del gimnasio o de la piscina escolar.
 
Pero los esfuerzos de papa Federico en mejorar la hombría de su hijo, tenían una meta aun más global y una doble medida. La medida número uno estribaba en una información “reproductiva” que completara la entregada por mamá Alexia y la número dos en la perspectiva de matricularlo en los últimos tres años de la educación secundaria en el Internado Nacional Diego Barros Arana de la capital Santiago.

Veamos primero la medida ya cumplida de la información de mamá Alexia, que era la siguiente… Cuando mamá Alexia comenzó a sentirse grávida de lo que sería la futura hermanita Lilianita llamó aparte a su hijo mayor y le explicó los secretos del embarazo. Lo hizo con la suficiente discreción y tacto como para que el hijo comprendiera la belleza y el sentido de la gestación humana. La segunda etapa, de una visualización más sexual estaría a cargo del doctor pediatra Otto Hirse, casado con la hermana de papá Federico, de nombre Adela, ambos residentes en la capital. Para el tiempo de las vacaciones de verano, que la familia más amplia pasaba en el fundo de Purranque, estaba prevista una salida a caballo entre el  doctor pediatra y su sobrino Obsoleto. Tal cabalgata pedagógica se realizó debidamente en las últimas vacaciones previas a la entrada al Internado Barros Arana. En realidad, la elección del Dr. Hirse para esta tarea no podía haber sido más acertada de parte de papá Federico; y el Obsoleto la consideraría por siempre como uno de sus muchos signos de amor paterno. Finalizó el Dr. Hirse su noble misión, ofreciendo al Obsoleto la respuesta a todas las preguntas que se le vinieran a la mente en esa materia. El Dr.Hirse se confesaba ateo e incluso no bautizado.
 
En la próxima crónica hablaremos  de la experiencia del Internado Nacional Barros Arana.

 

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