Reconciliación entre padres e hijos

12 de septiembre de 2013

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Comentario al Evangelio del Domingo 15 de septiembre (Lc. 15, 1-32)

«Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta».
 
En la liturgia del día se lee todo el capítulo 15 del Evangelio de Lucas que contiene las tres parábolas llamadas «de la misericordia»: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. «Un hombre tenía dos hijos…»: basta con oír estas pocas palabras para que quien tenga un mínimo de familiaridad con el Evangelio exclame inmediatamente: ¡la parábola del hijo pródigo! En otras ocasiones he destacado el significado espiritual de la parábola; esta vez querría subrayar en ella un aspecto poco desarrollado, pero actual. En el fondo, la parábola no es sino la historia de una reconciliación entre padre e hijo, y todos sabemos cuán vital es una reconciliación tal para la felicidad de padres e hijos.
 
Quién sabe por qué la literatura, el arte, el espectáculo, la publicidad se aprovechan sólo de una relación humana: la de fondo erótico entre el hombre y la mujer, entre esposo y esposa. Parece como si no existiera otra en la vida. Publicidad y espectáculo no hacen más que guisar en mil salsas este plato. Dejan en cambio inexplorada otra relación humana igualmente universal y vital, otra de las grandes fuentes de gozo de la vida: la relación padre-hijo, el gozo de la paternidad. En literatura la única obra que trata verdaderamente este tema es la «Carta al padre» de F. Kafka (el romance «Padres e hijos» de Turgenev más que de padres e hijos habla de generaciones diversas).
 
Pero si se ahonda con serenidad y objetividad en el corazón del hombre se descubre que, en la mayoría de los casos, una relación conseguida, intensa y serena con los hijos es, para un hombre adulto y maduro, no menos interesante y satisfactoria que la relación con la mujer. Sabemos cuán importante es tal relación también para el hijo o la hija y el vacío tremendo que deja la carencia o su ruptura.
 
Igual que el cáncer ataca habitualmente los órganos más delicados en el hombre y en la mujer, así el poder destructor del pecado y del mal ataca los ganglios más vitales de la existencia humana. No hay nada que sea sometido al abuso, a la explotación y a la violencia como la relación hombre-mujer, y no hay nada que esté tan expuesto a la deformación como la relación padre-hijo: autoritarismo, paternalismo, rebelión, rechazo, incomunicación.
 
No hay que generalizar. Existen casos de relaciones bellísimas entre padre e hijo. Sabemos sin embargo que hay también, y más numerosos, casos negativos. En el profeta Isaías se lee esta exclamación de Dios: «Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (1,2). Creo que muchos padres hoy en día saben, por experiencia, qué quieren decir estas palabras.
 
El sufrimiento es recíproco; no es como en la parábola, donde la culpa es toda y sólo del hijo… Hay padres cuyo sufrimiento más profundo en la vida es ser rechazados o directamente despreciados por los hijos. Y hay hijos cuyo más profundo y no confesado sufrimiento es sentirse incomprendidos, no estimados o francamente rechazados por el padre.
 
He insistido en la implicación humana y existencial de la parábola de hoy. Pero no se trata sólo de mejorar la calidad de la vida en este mundo. La iniciativa de una gran reconciliación entre padres e hijos y la necesidad de una sanación profunda de su relación entra de nuevo en el esfuerzo de una nueva evangelización. Se sabe cuánto puede influir, positiva o negativamente, la relación con el padre terreno en la relación con el Padre de los cielos y por lo tanto en la vida cristiana misma. Cuando nació el precursor, Juan Bautista, el ángel dijo que una de sus tareas era «hacer volver los corazones de los padres a los hijos y los corazones de los hijos hacia los padres». Una tarea hoy más actual que nunca.
 

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