Crónicas de un obsoleto 35. El inolvidable profesor de filosofía

11 de marzo de 2016

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Amigos lectores:

El obsoleto se apresura en cumplir con la promesa dada al final de la última crónica de hacerlos participar de las hermosas experiencias vividas por los alumnos del Internado Barros Arana con su inolvidable profesor de filosofía Sr.Luis Oyarzún Peña. Ya en aquellos años el ramo de su especialidad padecía una injusta fama de inútil y lo que sucede en nuestra actualidad ya lo sabe todo el mundo: la filosofía es materia prescindible. No es necesario pensar.

Luis Oyarzún era oriundo de Santa Cruz, Colchagua (Chile) y estuvo como alumno en el Internado Nacional Barros Arana y después como inspector y profesor. Era pequeño de estatura, por lo que lo llamábamos “Luchito” o “Luchín”. Su tez blanca se enrojecía a menudo cuando se enardecía en su discurso. Daba clases con sincero interés por nosotros, sus alumnos y nosotros le respondíamos con afecto. Desde la primera clase nos anunciaba que íbamos “a pensar juntos”, que lo importante era “pensar bien”, porque “pensar mal” llevaba al fracaso y a la autodestrucción. La decisión más importante de nuestra vida, según él, era “amar la verdad”, la mentira era siempre un fracaso y un engaño.

Nuestro curso se componía de cuarenta muchachos de niveles culturales muy variados, pero nuestro filósofo logró interesarnos a todos, sin excepción. Esperábamos sus clases con ansias. ¿Para qué sirve la filosofía? Para nosotros eso era una pregunta tonta. Nuestro texto al principio era el Quijote de la Mancha de Cervantes, particularmente los diálogos entre Don Quijote y Sancho Panza. En aquellos años el gran clásico aun figuraba en la lista de las lecturas obligatorias. Hoy los alumnos leen novelas sobre zombis y vampiros. Nosotros gozábamos con las ocurrencias de Sancho Panza, y con el profesor analizábamos las respuestas del hombre de la Mancha. Eran entretenidos ejercicios de pensar, “Luchito Oyarzún” nos hacía disfrutar  la lengua, buscábamos con él los términos sinónimos, los 45 minutos de clase eran una fiesta. Cuando sonaba el timbre que anunciaba el fin  nos brotaban las interjecciones de disgusto. Luchito era nuestro rey. Cada dos semanas iban a Osorno los informes del Obsoleto a papá Federico y  retornaban los consejos de este a su hijo: “Saca bien los apuntes”, “Agradece al profesor sus clases” “Edita material en la revista INBA”, “Te vamos a mandar un queque para que discretamente se lo regales al señor Oyarzún”. Llegó la encomienda con el preciado queque, pero cayó en manos de los impíos compañeros, que se lo comieron sin consideraciones. El obsoleto alegó ante los facinerosos con voz doliente “sepan que el queque venía desde más de 900 Kms de distancia” Gran hilaridad entre los culpables. Al igual que Nicanor Parra, Luis Oyarzun los fines de semana recibía alumnos en su casa, que en aquel entonces estaba en Renca. Caminábamos con él por terrenos polvorientos al pie de los cerros y él nos regalaba lo más precioso que poseía: su tiempo.

Mas tarde el Obsoleto también lo conoció en la Universidad, concretamente en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, cuando éste aun tenía su sede en la calle Cumming, frente a la “Iglesia de la Gratitud nacional”. Memorable fue una clase de “Introducción a la Literatura” en el aula magna del tercer piso: Se hizo un tenso silencio cuando empezó a discurrir sobre el sermón de la montaña del evangelio de San Mateo. Había muchos estudiantes marxistas y también estaba el futuro escritor José Donoso, lo recuerdo nítidamente. Oyarzún habló con impresionante elocuencia y gran libertad, con su cara como siempre enrojecida. No era una clase, era una prédica de Jesús, muchísimo más elocuente que la de los curas. El auditorio, sorprendido, se mantuvo inmóvil y silencioso hasta el final.Nadie se atrevió a conversar. Cuando el obsoleto bajaba las incómodas y viejas escaleras había brotado una semilla muy  precisa en su corazón. Sol poniente en la Alameda.

Siguieron los años de la fama de Luis Oyarzún, escritor, poeta, catedrático y decano de Estética en la facultad de Bellas Artes, invitaciones al extranjero, publicaciones. Artículos y libros sobre él. En medio del auge de los intelectuales marxistas él fue fiel a otro mundo. Era un humanista, más bien “católico a su manera”, sin compromiso, sin misa. sin sacramentos, sin mandamientos de Dios o de la Iglesia. Murió a los 52 años de edad en Valdivia, el  domingo 26 de noviembre  de 1972. Cirrosis hepática. El Obsoleto, ya convertido en sacerdote, no tuvo oportunidad de hablar con su profesor venerado sobre estos aspectos de la fe. Habría entendido muy bien lo de la misericordia divina.

 
 
 

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