Católicos y Vida Pública

18 de marzo de 2016

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¡Qué duda cabe de la importancia de la acción política! La Iglesia, como señaló el Vaticano II «alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la "cosa" pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades» (GS 75).

Estamos viviendo unos momentos en el mundo, y particularmente en España, en los que tal vez pueda extenderse un cierto desánimo y desconfianza respeto a la acción política o a los que la llevan a cabo en las actuales circunstancias.

Es, como he dicho otras veces en esta misma página, una actitud que debe desterrarse, a pesar de todos los pesares y de lo que pueda acontecer. La resignación no cabe. He de reconocer que esto vale, de modo particular, para los laicos católicos, llamados a transformar y renovar nuestro mundo y nuestra sociedad conforme al designio de Dios a favor del hombre, todo hombre, sin exclusión alguna, particularmente de los pobres, y de los últimos; los fieles cristianos laicos, esta es su vocación e identidad, están llamados a actuar en el mundo, en la cosa pública, no a pesar de su fe, sino precisamente en virtud de ella, de su propia fe.

Por eso, como dijeron los obispos españoles hace años en el documento «La verdad os hará libres» –memorable documento, tan actualísimo en nuestros días, y que tanta falta nos hace a todos–, «carece de fundamento una actitud de permanente recelo, de crítica irresponsable y sistemática en este ámbito. Consideramos, asimismo, con mucha preocupación el hecho de que, pese a la importante presencia de los católicos en el cuerpo social, éstos no tienen el correspondiente peso en el orden político. La fe tiene repercusiones políticas y demanda, por tanto, la presencia y la participación política de los creyentes. La no beligerancia de la Iglesia, consistente en no identificarse con ningún partido político como exponente cabal del Evangelio, no debe confundirse con la indiferencia» (VL 58).

Es cierto que no faltan hoy, situándose en un extremo del péndulo, más aún diría que abundan y se multiplican, como dice otro documento del Episcopado Español de 1986, «quienes consideran que la no confesionalidad del Estado y el reconocimiento de la legítima autonomía de las actividades seculares del hombre exigen eliminar cualquier intervención de la Iglesia o de los católicos, inspirada por la fe, en los diversos campos de la vida pública. Cualquier actuación de esta naturaleza es descalificada y rechazada como una vuelta a viejos esquemas confesionales y clericales» (CVP).

La recta comprensión de la fe cristiana, de la persona de Jesucristo, de su salvación, la doctrina social de la Iglesia nos hacen ver las cosas de otra manera, con verdad y objetividad. Creo, sin dañar a nadie, sino contribuyendo al bien común que así lo reclama, que la ausencia de los católicos en la vida pública, en cuanto católicos, es no sólo un empobrecimiento para la sociedad, sino incluso un daño para ella.

No sólo nos pasa esto en España, es un mal más generalizado de lo que pueda parecer. Por eso, desde aquí, y siguiendo aquel documento de hace treinta años, «Los católicos en la vida pública», sería muy bueno recoger las enseñanzas o reflexiones de tal declaración episcopal y ponerlas de una vez en práctica, en nuestros días, con todo lo que está cayendo. Aquel escrito de los obispos españoles merecería muchos y actuales comentarios. Sería necesario que en todas las comunidades cristianas volviese a leerse y a comentarse y que se aplicase. El fiel cristiano laico, para ser buen cristiano, necesita participar activamente en la vida interna de la Iglesia, pero también debe, precisamente por su vocación secular de estar y vivir en el mundo, intervenir como cristiano en todos los asuntos de este mundo. En esto estamos casi a cero. Los Obispos denunciaban en aquel entonces la poca fuerza que tienen las asociaciones laicales en España, para una presencia pública en la sociedad. Esto significa que pudiera estar tocada la libertad real de los ciudadanos. De seguir las cosas así, no nos llamemos a engaño, los poderes políticos –sean quienes sean– nos dictarán qué hemos de pensar, cómo hemos de conducirnos y qué hemos de sentir.

Los laicos católicos han de hacerse presente en las asociaciones e instituciones de la vida pública con clara identidad e inspiración cristiana al servicio de la sociedad y de la democracia, al servicio del bien común. Presencia en asociaciones, agrupaciones, instituciones... con la inspiración cristiana, sin renunciar a ella, que no quiere decir confesionales, pues deben formarse y dirigirse por iniciativa y bajo la responsabilidad de los propios seglares o laicos… Y, para este compromiso laical, es preciso formarse. La formación de los fieles cristianos laicos para una presencia suya, en cuanto laicos cristianos, en la vida pública es una de las asignaturas pendientes en España, en la Iglesia y en la sociedad: y así nos va.

Y en este orden de cosas hago mías las palabras que escuché la semana pasada al cardenal Francisco Robles, de Guadalajara (México):

«La formación de los fieles laicos debe tener en su centro no tanto el activismo o la estrategia. La columna vertebral de la formación laical debe concentrarse en la claridad de que la gracia antecede, acompaña y da eficacia a nuestros esfuerzos, a nuestros éxitos y aún a nuestras derrotas. Es Cristo el que informa y el que transforma el mundo a través de él, del laico. Esto no se da a través del ascenso titánico fruto del cultivo de las virtudes humanas, sino a través de la docilidad a la presencia de su misericordia y compasión en nuestras vidas, llenas de miserias y defectos. Lo propio del cristianismo es acoger el descenso inmerecido de Cristo en nuestras vidas. ¿Cuántas veces no hemos impulsado el activismo de los fieles laicos bajo la lógica del puro voluntarismo? ¿Cuántas veces quienes sí participan en la vida pública lo hacen lamentablemente bajo una perspectiva aristocrática, es decir, de élite, y movidos más por el afán de «lograr», de demostrar quiénes son los «mejores», que por el afán de «colaborar» con la obra de Dios que viene de arriba?» (F. Robles).

Esta asignatura pendiente debemos cursarla y aprobarla para que las cosas vayan mejor.


Fuente: La Razón

 

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