Crónicas de un obsoleto 37. Neruda, veinte años después

06 de mayo de 2016

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Estimados Lectores:

Damos un salto de veinte años que dieron casi juntos Pablo Neruda y el Obsoleto. Excusas a todos por lo pretencioso que suena el referir ambos personajes en un solo aliento, como si fueran del mismo rango. No, no lo son, está claro. El primero es un gran poeta y Premio Nobel de Literatura, el segundo es sólo un monje, católico y encima obsoleto. Pero el sentido de humor de la Providencia divina quiso ponerlos juntos en dos ocasiones.

La primera vez en 1945, en la casa llamada “Michoacán” del gran poeta -y encima comunista-, con ocasión de un concurso literario de colegiales de Santiago. Se recordará que el jurado de dicho certamen estaba formado por Pablo Neruda, Nicanor Parra y Luis Oyarzún. Neruda no pudo venir a la entrega de los premios, pero Nicanor Parra y Luis Oyarzún nos dispensaron su benevolencia. Hubo su gloria estudiantil, porque se nos ocurrió lanzar sobre los agraciados  una lluvia de papel picado desde la galería del aula magna. Ese detalle resultó todo un éxito.

La segunda conjunción de estrellas -por decir así (y perdonen los lectores)-, fue en 1965 y tuvo lugar en casa del Obsoleto; es decir, el Monasterio Benedictino de Las Condes. Forzosamente, estimados lectores, habrá que aducir lo del agua pasada bajo los puentes en esa veintena de años.

En el caso de Neruda en 1955 quedó definitivamente sellada la separación de su segunda esposa, Delia del Carril, a quien el Obsoleto había acompañado un rato en el dibujo de uno de sus famosos caballos y quedó inaugurada su tercera y última etapa junto a Matilde Urrutia.

El Obsoleto, por su parte, derivó desde el querido INBA hacia el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, cuya hermosa nueva y amplia sede en la avenida Macul contribuyó a ganar después de una inolvidable marcha estudiantil. Inolvidable fue porque careció enteramente de encapuchados, de semáforos rotos, de baños de agua fría lanzada por guanacos de malvados carabineros, de lanza-piedras y heridos. Tales fenómenos aledaños de causas estudiantiles no se daban simplemente en el Antiguo Régimen. Hubo pancartas, sí, pero no paramos el tránsito, ni volcamos los kioskos de humildes suplementeros.

Recuerda el Obsoleto que portaba una pancarta que declaraba: “Una sede digna para los educadores de Chile”. Caminamos por el bandejón  central de la Alameda desde Avda. Cumming hasta la Casa Central de la Universidad de Chile, donde fuimos amablemente recibidos por el Rector, que entonces lo era el Sr. Juvenal Hernández, lógicamente  masón. Nos aseveró que dentro de poco tendríamos nuestra sede y así fue. Lo aplaudimos calurosamente y nos retiramos contentos. En marzo de 1950 tomábamos posesión de nuestra sede, con sus aulas luminosas, su césped verde y sus árboles. Corto fue aquel disfrute de una universidad que nos hacía sentir como en Harvard o en Heidelberg, porque el Obsoleto fue llamado a más altos destinos y aterrizó en el Monasterio Benedictino de Las Condes en 1951.

 Esta vez el punto de conjunción de ambos saltos, del poeta y del monje, no fue ni en la casa “Michoacán”, tampoco en “La Chascona”, hábitat de Matilde Urrutia, sino en el monasterio, en las afueras de Las Condes, encima de una hermosa colina. Pero hay que señalar  que dicha conjunción fue unilateral, ya que el monje no se identificó ante el poeta y este ni sospechó siquiera quién era el que lo guiara por diferentes lugares del santo lugar.
Hablando con franqueza no se recuerda el motivo por el cual el poeta comunista se interesó por visitar el monasterio. De hecho lo trajo el Sr. Gabriel Valdés, en aquel entonces canciller de la República de Chile. Los ilustres visitantes fueron llevados por la iglesia, el claustro, el refectorio, el cementerio de la comunidad y finalmente la biblioteca. El intercambio verbal fue sobrio y amable. No todo quedó grabado, pero hubo dos momentos de mayor relieve. El cementerio de la comunidad fue diseñado por el mismo monje que diseñó la iglesia, es decir con sobriedad y buen gusto.  No es tan conocido como la iglesia, pero merecería serlo por su concepto dominante no de “recuerdo”, sino de “presencia y vida”. Allí Neruda se detuvo y después de echar una silenciosa mirada sobre el recinto mortuorio dijo que le gustaría ser enterrado en un lugar tan lleno de paz como ese. No lo dijo con unción, sino con un dejo de chiste. El grupo de religiosos que lo acompañaba le respondió  con el mismo toque de humor que él, que esto no podría efectuarse por su falta de pertenencia a una “cofradía”. El devolvió la suave flecha diciendo que  pediría nuestro permiso para  captar y copiar la belleza del lugar. En ese caso, respondieron los religiosos acompañantes, tendríamos que cobrarle los derechos de autor. El diálogo fue en tono de broma o quizás no tanto.

En la biblioteca se le mostró a Neruda el lugar en que estaban sus obras y visiblemente agradeció que tuviera sus lectores en un monasterio. Le presentamos la última edición de aquel momento, el “Libro de los Pájaros de Chile”. Se abrió la página de la portada interior y el P. Prior le rogó que nos escribiera una dedicatoria. Sin vacilar, Neruda tomó la pluma y estampó: “Un libro de pájaros para un monasterio que vuela”, aludiendo a la amplia vista del paisaje que se gozaba desde las ventanas de la biblioteca.

Dimos gracias porque tuvimos un encuentro encima de todas las barreras.

 
 
 

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