La vida cristiana y el matrimonio

07 de octubre de 2016

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El matrimonio cristiano es mucho más que casarse “en la Iglesia”, con un rito que permite fotos y recuerdos bonitos, pero con una motivación espiritual a menudo muy pobre, sino un casarse “en el Señor” (cf. 1 Cor 7,39), pues Dios quiere que estemos próximos a Él, pero tenemos que dejarle ayudarnos con su gracia. Necesitamos rezar, pues la oración en familia es expresión de fe y ayuda a la unión familiar, habiendo un refrán que dice “familia que reza unida, permanece unida”. Hay que vivir una vida espiritual intensa en fidelidad a la gracia, la cual, bien aprovechada, puede conducir a la pareja a la santidad y a la realización personal, llenando su vida de sentido y felicidad. El amor es un don de Dios, pero un don que hay que cultivar, porque si no lo hacemos así, termina por extinguirse. Por ello, si después de la ceremonia religiosa, abandonamos la vida cristiana, si no se reza ni individualmente ni en pareja, si no se reciben  los sacramentos del perdón ni de la comunión, si no se intenta vivir cristianamente en familia, nos alejamos de Dios y la gracia del sacramento del matrimonio permanecerá estéril por nuestra culpa.
 
 Es necesario por ello que el enfoque del amor cristiano sea realista y que la fidelidad sea el principio inspirador de la vida conyugal, ya que los esposos no han entrado ni mucho menos en el paraíso y todo matrimonio corre el riesgo de verse lejos del ideal trazado por Cristo y su Iglesia, envueltos como Adán y Eva en la discordia (Gén 3,12-17). Hay una tensión entre la carne y el espíritu (Rom 7,14-25), ya que la convivencia tan íntima que exige la vida matrimonial nunca es  fácil, por lo que hay que saber perdonar y  reconciliarse.
 
 Este amor sabe de oración, de confianza, de diálogo, de sacrificio, de dominio de sí, de respeto, de delicadeza, de espera, de fidelidad, de saber compartir, de esfuerzo para hacerse cada día más digno del cariño del otro. En este punto hay que recordar la genial orden de San Pablo: “Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16), y es que la alegría y el optimismo, así como el sentido del humor y una buena mano izquierda para los momentos difíciles, contribuyen a hacer llevadera la convivencia matrimonial, mientras que, por el contrario, el pesimismo sólo crea tristeza y amargura.
 
 Junto a esto hay otros muchos gestos en la convivencia habitual (los “detalles” entre los esposos), que suponen ternura, rompen la monotonía diaria con pequeñas sorpresas agradables y llenan de gozo la vida. El sentirse querido es una de nuestras necesidades fundamentales, hasta el punto de que con frecuencia la relación sexual, por muy satisfactoria que sea, no es suficiente para llenar la necesidad de amor, siendo el matrimonio y la familia lugares muy adecuados para satisfacer nuestras exigencias afectivas.
 
 Pero, dado que cada uno percibe el amor de manera diversa, mantener vivo el amor en el matrimonio no siempre es fácil. Es necesario, por supuesto, ser persona educada y que busca lo que al otro le puede agradar. Si no se llega a captar el modo en que el otro cónyuge quiere recibir amor, no nos extrañe que el matrimonio atraviese dificultades sin que lleguemos a saber el porqué. Los gestos afectuosos antes de la relación sexual y en la vida cotidiana son el modo ordinario de expresar el amor, su sello inconfundible. Muchas de estas manifestaciones de ternura se caracterizan por la búsqueda del bien del otro, empezando por intentar conocer lo que el otro desea de mí. Pero cuando a nuestra vez buscamos algo del otro, sepamos pedírselo y no exigírselo, dándonos cuenta que también hay que dejar al otro hacer las cosas a su manera, sin intentar prescribirle cómo debe actuar.
 
 Son importantes las frases amables, las palabras de ánimo y el dar las gracias por lo que el otro hace, así como la buena disposición en el hacer los servicios y trabajos que el otro desea que yo haga. Hay también que saber ofrecer al cónyuge momentos especiales, en los que lo importante no es estar o hacer algo juntos, sino estar a su plena disposición, ofreciéndole tiempo y disponibilidad, a fin de llegar a una relación interpersonal que intente comprender los mutuos pensamientos, sentimientos y deseos, sabiendo escuchar y procurando no interrumpir. Los pequeños actos de cariño y sus expresiones físicas, entre los que hay que destacar besos y caricias, pues el contacto físico es una muy buena manera de transmitir amor, así como los regalos y nuestra presencia cercana en sus momentos difíciles, por lo que suponen de atención hacia su persona, afectan muy positivamente a la relación mutua, dándole elegancia y constituyendo los presupuestos psicológicos del gesto específicamente matrimonial.
 
 Sin embargo hay que tener presente que no siempre coinciden los lenguajes de amor y lo que para uno puede ser muy importante, para el otro no, por lo que hay que intentar saber lo que ambos realmente valoran, a fin de evitar incomprensiones. Es indiscutible que ninguno es perfecto y que fácilmente podemos no acertar e incluso herir, por lo que es muy conveniente reconocer los propios errores, tratando de evitar el malhumor, saber pedir perdón y procurar comportarse en el futuro de otra manera.
 
 Lo que a mí más me hiere, su contrario es fácilmente lo que más deseo, así como lo que más espontáneamente expreso, es con frecuencia lo que más anhelo. Pero por ello también hay que esforzarse en darse cuenta de lo que el otro valora y ofrecérselo así,  aunque a quien lo hace tal vez le diga poco. No hay que olvidar tampoco que en el noviazgo se está enamorado, experiencia magnífica pero pasajera, mientras en el matrimonio se vuelve a ser quien se era antes, lo que no impide que, sobre todo si se está atento, se pueda expresar de muchas maneras el amor, y un amor duradero, con su correspondiente fruto de llenar de sentido la vida.
 
 Conviene también que los hijos perciban en sus padres el amor y los gestos de cariño,  pues muchas veces sólo se dan cuenta de las demasiado públicas broncas, con su sensación de inseguridad.

 

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