El ateísmo de nuestros jóvenes

17 de marzo de 2017

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Acabo de tener una conversación con una profesora de un Colegio religioso en el que me ha contado horrorizada que el Miércoles de Ceniza, sus alumnas de diecisiete años, ante su invitación a que pasasen a recibir la ceniza, le dijeron que no, que ellas eran ateas. El asombro de esta profesora fue mayor, cuanto que me dijo, conozco a muchos de sus padres, y son católicos practicantes, e incluso catequistas y monitores.
 
Prescindiendo de lo que pueda haber de culto a la moda en esos jóvenes adolescentes, le recordé que ya en el siglo XIX, hay una anécdota parecida. Se encontraron en un tren un joven y un señor mayor. El joven dijo al señor mayor que los últimos descubrimientos científicos demostraban la no existencia de Dios. El señor mayor se sintió muy interesado y le pidió que le enviase esos artículos que demostraban el ateísmo. Cuando al final del viaje se intercambiaron las tarjetas, supongo que el joven pensaría: «trágame, Tierra». El señor mayor era Luis Pasteur. Y es que hay pocas cosas nuevas, al menos en la lucha antirreligiosa, como me quedó claro cuando leí el «Contra cristianos» de Celso, autor del siglo II, y en el que ya están casi todos los argumentos actuales contra el Cristianismo.
 
Cuando hablaba con mis alumnos sobre la existencia de Dios, les decía: «Según los científicos, el mundo tiene unos quince mil millones de años, aunque comprenderéis que por mil millones de años más o menos, no me pego con nadie. Lo que sí está claro es que tiene que haber un Ser inteligente detrás, porque que todo sea fruto de la casualidad, me parece demasiada casualidad. Hay, por tanto, un Creador».
 
Otro gran argumento para mí, es que la máxima aspiración de todos nosotros es ser felices siempre. Pero esa máxima aspiración supone la existencia de Dios, porque en otro caso sería irrealizable y seríamos víctimas de una gigantesca estafa de auténtica escala cósmica.
 
Pero además hay otro problema. Constantemente los ateos nos piden las razones por las que creemos en Dios y en cambio nosotros pocas veces les preguntamos por qué no creen en Dios. Una de las consecuencias de no creer en Dios, es la imposibilidad de creer en la resurrección y en este punto San Pablo es terminante: «si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Cor 15,16) y «si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor 15,32). El gran problema del ateísmo es la falta de esperanza. No puede dar una respuesta última al problema del sentido de la vida. Al no haber un más allá, al terminarse todo con la muerte, las preguntas sobre el sentido de la vida y sobre mis culpas personales permanecen sin respuesta. La no existencia de Dios supone que todo termina con la muerte, que la vida humana carece de sentido, porque la última palabra es el dolor, el sufrimiento y el vacío. Por eso una de las cosas que debemos intentar es que nuestros jóvenes se den cuenta de la gran diferencia que hay entre creer y no creer, porque mientras el creyente acepta una serie de valores que le pueden llenar la vida, el no creyente se encuentra sin asideros ante los problemas que le presenta la existencia, ya que, le guste o no le guste, alguna vez tendrá que enfrentarse con ellos.
 
Como dice nuestra Constitución la Educación debe tener por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana (art. 27-2), y si lo religioso es una dimensión humana, es algo que debe estar presente en la educación integral de la persona, al menos para los padres que así lo soliciten, puesto que también hay que respetar el derecho de aquellos padres que no desean para sus hijos una formación religiosa.

 

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