Ni la práctica del sexo ni la sexualidad son pecados en sí mismos

27 de mayo de 2017

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La sexualidad es un don de Dios; es una bendición que hace de nosotros seres dinámicos y reales, ubicados en una identidad propia. La sexualidad va más allá de la genitalidad, la integra y la supera al mismo tiempo, puesto que la primera es un conjunto de condiciones anatómicas, fisiológicas, relacionales, morales y espirituales mediante las cuales nos ponemos en situación frente a los demás, mientras que la mera genitalidad se reduce a ese aspecto más corporal de la sexualidad que se centra en lo anatómico.
 
Ni la práctica del sexo ni la sexualidad son pecados en sí mismos; en otra época se pensó que sí pues hasta los esposos se confesaban de haber sostenido una relación sexual. Ahora es más claro saber que lo que configura un pecado en este caso es cómo se administra la sexualidad, cómo se ejerce el don, de acuerdo al plan que Dios tiene para cada uno de nosotros desde la creación. El sacerdote en su ordenación prometió celibato, el religioso hizo voto de castidad, el casado prometió fidelidad, el soltero hace un propósito de continencia. No es un absurdo; no es un trastorno; es un modo posible de vida que solo el que no lo vive puede señalarlo de antinatural.
 
Le indilgan a Freud la responsabilidad de haber pansexualizado la sociedad con sus teorías del psicoanálisis, a finales del siglo XIX; digamos que logró evidenciar unas fuerzas que mueven el comportamiento humano pero la sociedad ya estaba en ese horizonte mucho antes de las novelas de amor cortés del siglo XII y los hermosos cantos erotizados del Cantar de los Cantares. La sexualidad hace parte integral de la persona humana, desde que se apercibe como creatura: “se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gn. 3, 7b); esa conciencia de desnudez a la que llegan Adán y Eva, más allá de las hermenéuticas bíblicas y las interpretaciones teológicas, es una evidencia de su realidad, de su identidad: cuando conocen el pecado (y el texto no indica que haya sido sexual) conocen la integridad de su fragilidad y su diferencia, de su ser creatural.
 
Como don de Dios, la sexualidad no se aprende en la escuela sino que es un tema privilegiado de casa. Las intenciones de ciertas políticas públicas de salud sexual en los gobiernos de turno del mundo parecen tener un buen motivo: evitar cualquier tipo de discriminación, erradicar la plaga de la pedofilia, propiciar la responsabilidad del cuidado del cuerpo, entre otros. Pero les han fallado los métodos y por ello han fracasado en sus alcances. Esto ha evidenciado también que hemos hecho poco por la educación integral de los niños en el seno de los hogares; aún hoy en día, a ciertos padres de familia les cuesta trabajo responder una pregunta con este carácter y muchos prefieren delegar esto a la escuela, razón por la cual los gobiernos se apropian esta misión. El silencio del tema en los hogares ha sido cómplice: “el arma más poderosa de los que abusan de los niños es el silencio de quienes serían incapaces de abusar de ellos” (M. Pistorino), pero la excesiva información de la escuela ha sido desastrosa: “El equipo que en 2 minutos dibuje el mayor número de objetos similares al pene y a la vagina, gana un premio” (Kit educación sexual Mavex S.A.S. Revista Semana virtual 23.09.16).
 
Dos extremos aterradores que como Iglesia estamos llamados a enfrentar a través de la invitación a las familias para que ofrezcan una verdadera educación sexual. Serviría de mucho leer los numerales 280-286 de Amoris Laetitia donde el Papa Francisco nos recuerda que “la sexualidad solo podría entenderse en el marco de una educación para el amor, para la donación mutua”. Todos los agentes de pastoral tenemos un momento privilegiado para saber enfrentar este tema y es en las reuniones con padres de familia de niños y jóvenes que se preparan para recibir los sacramentos de la primera comunión y la confirmación, y con los mismos muchachos. Si no está hecha, deberíamos realizar una verdadera propuesta para contrarrestar lo que nos quieren imponer.


 

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