El espíritu inmundo salió de él

26 de enero de 2018

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Comentario al Evangelio del domingo 28 de enero. Marcos 1,21-28


Una de las primeras acciones que Jesús realiza, inmediatamente después de su bautismo en el Jordán, es arrojar al demonio de un hombre en la sinagoga de Cafarnaún. Leemos en el Evangelio de hoy:

“Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió”.
 
En el Evangelio de Marcos este episodio representa casi como la inauguración de la actividad mesiánica de Cristo. La muchedumbre, impresionada, comenta: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”.

¿Qué pensar de éste y de tantos otros episodios análogos presentes en el Evangelio? De una manera más radical: ¿existen aún los “espíritus inmundos”? ¿Existe el demonio? Resumamos algún apunte sobre la situación actual acerca de la creencia en el demonio. A este respecto, debemos distinguir bien dos niveles: el nivel de las creencias populares y el nivel intelectual (literatura, filosofía y teología).

 A nivel popular o de costumbres, nuestra situación actual no es muy distinta de la del medioevo o de los siglos XIV-XVI, tristemente famosos por la importancia atribuida a los fenómenos diabólicos. Es verdad, que ya no hay más procesos de la Inquisición, hogueras para endemoniados, caza de brujas y cosas semejantes; pero, las prácticas, que tienen en su centro al demonio, están aún más difundidas que entonces y no sólo entre guetos pobres y populares. Ha llegado a ser un fenómeno social (¡y comercial!) de proporciones vastísimas. Se diría, más bien, que cuanto más se intenta arrojar al demonio de la puerta, tanto más él vuelve a entrar por la ventana; cuanto más se prescinde de la fe, tanto más se desata la superstición.

 Bien diferentemente están las cosas en el que he llamado el nivel intelectual y cultural. Desde este punto de vista, podemos resumir el proceso, que ha llevado a la situación actual en tres fases. El primer paso en el proceso de distanciamiento de la visión tradicional tiene lugar en el campo estético. El demonio, que había sido representado siempre más frecuentemente en las artes figurativas y en la poesía (por ejemplo, en Dante) como en clave grotesca o monstruosa, a partir de una cierta fecha comienza a ser representado como hermoso o, al menos, hipocondríaco y poético. A partir de Milton, el demonio asume un aspecto de decaída belleza.

 Si en esta fase el enemigo comienza a llegar a ser “simpático”, en la fase sucesiva, que tiene su cumbre en el Ochocientos, sin rodeos, las partes están invertidas: Satanás ya no es visto más como el “enemigo”, sino como el aliado y el amigo, aquel que está de parte del hombre. El demonio viene equiparado a Prometeo, aquel que por el amor acarreado al hombre fue castigado por Dios y precipitado en la tierra. En este clima, se componen himnos y poemas para celebrar el rescate de Satanás.

 Es necesario decir que en ello no todo era “diabólico”, puro y simple satanismo. Había razones culturales y religiosas, que por lo menos habían facilitado esta involución. Como no todo el ateísmo en un examen atento parece “ateo”, así no todo el satanismo parece satánico. Mucha parte del ateísmo no era negación del Dios viviente de la Biblia, sino del ídolo, que se había introducido en su lugar en muchos sectores del pensamiento y de la vida. Del mismo modo, mucha parte del satanismo no era por sí mismo culto del mal, sino de lo que, según los respectivos autores (y no siempre, a decir verdad, sin fundamento), la Iglesia condenaba como mal y como “diabólico”: la ciencia, el espíritu crítico, el amor por la libertad y la democracia. Esto se percibe en los conocidos e ingenuos versos de Carducci: “Salud, oh Satanás, / oh rebelión, / oh fuerza vencedora / de la razón”.

Llegamos así a la tercera fase, a la actual. Ésta se puede resumir así: silencio sobre el demonio. Un silencio, sin embargo, que no es laudable discreción sino negación. El enemigo ya no existe más. Mejor, existe; pero, se reduce a lo que san Pablo llamaba “la carne y la sangre” (1 Corintios 15, 50); esto es, el simple mal, que el hombre lleva en sí mismo. El demonio es el símbolo del inconsciente colectivo o de la alienación colectiva, es una metáfora. El autor de la desmitificación, R. Bultmann, ha escrito: “No se puede usar la luz eléctrica y la radio, no se puede recurrir en caso de enfermedad a medios médicos y clínicos y, al mismo tiempo, creer en el mundo de los espíritus”.

Hay que preguntarse: ¿por qué muchos intelectuales, hasta entre los teólogos, encuentran imposible creer hoy en la existencia del demonio como entidad no sólo simbólica sino real y personal? Yo creo que uno de los motivos principales es éste: se busca al demonio en los libros, mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las almas, y no se le encuentra frecuentando los institutos universitarios, las bibliotecas y las academias, sino precisamente las almas.

 Los que relatan los fenómenos tradicionalmente considerados como diabólicos (posesión, pactos con el diablo, caza de brujas…) para concluir, después, triunfalmente que todo es superstición y que el demonio no existe, se parecen a aquel astronauta soviético que llegaba a la conclusión de que Dios no existe, porque él había dado muchas vueltas a lo largo y ancho de los cielos y no lo había encontrado en ninguna parte. Ambos han buscado desde la parte equivocada.

 Otro equívoco viene mencionado en este campo. Se discute entre teólogos y hombres de cultura ateos sobre la existencia de Satanás, como si fuese una base común para el diálogo. No se tiene en cuenta que una cultura “laica”, que se declara no creyente, no puede creer en la existencia del demonio; es más, está bien que no crea. Sería trágico que se creyese en la existencia del demonio, cuando no se cree en la existencia de Dios. Entonces, sí que sería para desesperarnos. ¿Qué puede saber sobre Satanás quien ha tenido que actuar siempre y sólo, no con su realidad sino con la idea y las representaciones o las tradiciones etnológicas sobre él? Estos, los que así piensan, suelen tratar este argumento con gran seguridad y superioridad y liquidarlo todo con la etiqueta de “oscurantismo medieval”. Pero, es una seguridad sin fundamento, como la de quien se vanagloriase de no tener miedo al león sólo porque lo ha visto muchas veces pintado o en fotografía y nunca se ha asustado de él.

 Algunos interpretan una línea de mayor discreción, adoptada por el magisterio en este campo, como una prueba de que también la Iglesia ha renunciado a la creencia en el demonio o que, al menos, no sabe bien qué hacer sobre este punto de su doctrina. Pero, no es verdad. Pablo VI ha reafirmado con fuerza la doctrina bíblica y tradicional en torno a este “agente oscuro y enemigo, que es el demonio”. Escribe entre otras cosas: “El mal ya no es más solamente una carencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perverso. Terrible realidad. Misteriosa y de miedo”.

Además, en este campo todavía la desmitificación no ha pasado en vano sin acarrear también frutos positivos. En el pasado, con el pretexto de combatirlo, frecuentemente se había exagerado al hablar del demonio, se había visto allí donde no estaba, se han cometido muchos errores e injusticias; es necesaria mucha discreción y prudencia para no caer precisamente en el juego del enemigo. Ver al demonio en todas partes no es menos erróneo que no verlo en ninguna. Decía Agustín: “Cuando viene acusado, el diablo goza. Sin más, quiere que tú le acuses, acepta voluntariamente cada reprimenda tuya, si esto sirve para que dejes de hacer tu confesión” (Sermones 20, 2).

 Se entiende, por lo tanto, la prudencia de la Iglesia en intimidar la práctica indiscriminada del exorcismo por parte de personas, que no han recibido ningún mandato para ejercer este ministerio. Los Hechos de los apóstoles nos refieren un episodio instructivo a este respecto:

“Algunos exorcistas judíos ambulantes intentaron también invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malos, y decían: “Os conjuro por Jesús a quien predica Pablo”. Eran siete hijos de un tal Esceva, sumo sacerdote judío, los que hacían esto. Pero el espíritu malo les respondió: “A Jesús le conozco y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?”” (19, 13-15).
 
Los desconfiados, en aquella ocasión, debieron huir desnudos y cubiertos de heridas por la violenta reacción del hombre, al que querían liberar del demonio. No hablemos después de los que hacen del exorcismo una de tantas prácticas de despilfarro, que se vanaglorian de quitar “hechizos, mal de ojo, negaciones malignas sobre personas, casos, negocios, actividades comerciales” (todas las cosas, que se leen en los anuncios de estas actividades, hoy muy florecientes). Asombra cómo en una sociedad como la nuestra, tan atenta a los fraudes comerciales y dispuesta a denunciar los casos de aplaudidos créditos y abusos en el ejercicio de la profesión, se hallen tantas personas dispuestas a beberse patrañas como éstas.

 Cierto, la jerarquía de la Iglesia no debiera limitarse sólo a desalentar los exorcismos fáciles; debiera designar ella misma, allí donde se manifieste la necesidad, a personas maduras y preparadas, también psicológicamente, para que continúen el oficio mesiánico de Jesús de arrojar a los demonios. Además, cuando no se trata de verdaderas posesiones diabólicas, hay personas que tienen necesidad de alguien, que en nombre de la misericordia de Cristo se tome el cuidado de ellos, después de que han estado “aligerados” por todos, médicos y psicólogos comprendidos.

 Antes aún que el día en que Jesús dijese algo en la sinagoga de Cafarnaún, el espíritu inmundo se sintió ya despedido y obligado a venir desenmascarado. Era la “santidad” de Jesús la que afloraba “insostenible” al espíritu inmundo; por lo que se pone a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. El cristiano, que vive en gracia y es templo del Espíritu Santo, lleva en sí algo de esta santidad de Cristo y es precisamente ella la que realiza, en los ambientes en que vive, un silencioso y eficaz exorcismo.

 Éste se realiza sobre todo en la Eucaristía. “El cristiano que vuelve de la mesa eucarística, decía san Juan Crisóstomo, se asemeja a un león, que presenta llamas de fuego por la boca; su vista es insoportable al demonio”.


 

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