Una gran lección para hoy de la Virgen María

19 de septiembre de 2018

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En el mes de septiembre que transcurre, se ha puesto de relieve, un año más, que son muchos los pueblos en los que se han celebrado las fiestas patronales en honor de la Virgen María, en sus múltiples advocaciones. Sin saberlo muy bien los pueblos se han unido a la Madre del Cielo, María, cantando la grandeza del Señor, que, en verdad, está grande con nosotros.

Es esta grandeza, es la verdad de Dios lo que proclama y canta la Virgen María en el Magníficat. Este canto maravilloso que brota del corazón lleno de fe de María, la fiel esclava del Señor y dichosa porque cree, nos descubre el alma de la Virgen, y la expresión más neta de su personalidad. Este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.

Fijémonos que lo que Ella destaca en este canto suyo es la grandeza de Dios, la verdad de Dios, su misericordia infinita, su obra que engrandece, levanta y salva al hombre, las maravillas que Él ha hecho, hace y hará en favor de los hombres. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un ‘competidor’ en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida sino que la eleva y la hace grande: entonces se hace grande con el esplendor de Dios.

Esta es la verdad del hombre. Esta es su grandeza: ser de Dios, ser creatura suya, amada por Él, hechura suya, imagen y semejanza suya. En ser de Dios y vivir para Dios, en mostrar a Dios y dejar que aparezca su grandeza en el hombre, en vivir la obediencia a Dios y cumplir su divina voluntad es donde se condensa la más verdadera y genuina antropología.

“Este Dios no nos deja libertad”

El verdadero problema de nuestro tiempo es la quiebra de humanidad, o sea, la falta de una visión verdadera del hombre, inseparable de Dios. El hombre de la época moderna ha pensado y dicho: “Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios, seremos dioses y haremos lo que nos plazca”. Este hombre de la modernidad ha pensado y creído con frecuencia que apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres para hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. “Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar” (Benedicto XVI).

La quiebra moral y de humanidad que hoy padecemos está unida inseparablemente a la “crisis de Dios”, a su ausencia del espacio humano y cultural. Todo cambia si hay Dios o no hay Dios. El hombre es grande sólo si Dios es Dios, si Dios es grande, todopoderoso, creador y señor de todo. Vivimos según el cliché: “No hay Dios”, y si lo hay no interesa e incluso estorba. Sin duda el olvido de Dios, o el rechazo de Él, es el acontecimiento fundamental de los “tiempos de indigencia y pequeñez humana” que vivimos, a pesar de que para algunos parezca lo contrario; no hay otro que pueda comparársele en su radicalidad y en sus graves consecuencias. Si “quien a Dios tiene nada la falta, sólo Dios basta” (Santa Teresa de Jesús), el no tenerle a Él es la más grande de las indigencias, la mayor de las pobrezas: al hombre le falta todo cuando le falta Dios, porque le falta cuanto de verdad pueda llenar su corazón grande, su alma ansiosa y sedienta de bien, de amor, de verdad, de hermosura, de felicidad, de grandeza; cuando le falta Dios pierde el esplendor y la grandeza de Dios en su rostro. Eso es lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época. Sólo desde Dios, sólo a partir de Él, la tierra llegará a ser humana; la tierra será habitable a la luz de Dios; allí donde se deja a Dios ser Dios, donde se deja y se busca que se muestre su grandeza y se cumple la voluntad de Dios, allí está Dios, está el cielo, puede la tierra convertirse en cielo. Como en la Virgen María, que en su existencia, en toda su vida, en lo que es su personalidad manifiesta en el canto del Magníficat, ya se anticipa el cielo. “Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad humana” (Benedicto XVI).

Ante el “laicismo esencial”

Por ello el día en que, hablando hipotéticamente, llegase a todas las partes el anuncio de la muerte de Dios, de su olvido total y de su desaparición de su Nombre entre los hombres, sólo podría ser espantoso y terrible. Pero démonos cuenta, seamos conscientes de lo que nos está sucediendo en esta sociedad: parece que hay un empeño de que así sea; existen voces y movimientos empeñados en ello. A esto puede conducir un “laicismo esencial” al que parece que se quiere llevar a nuestra sociedad. Porque ese “laicismo esencial” conlleva que Dios no cuente en la vida de los hombres, en las relaciones humanas, en el ethos o comportamiento público y social de la persona. El laicismo no deja espacio a la confesión y adoración del Nombre de Dios; es lo más contrario a aquel dicho del Señor: “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. El laicismo no puede permitir que Dios tenga que ver con la organización de los hombres; considera intromisión abusiva el que se señalen principios morales fundamentales, validos en sí y por sí mismos, universales e imprescindibles para todos, que tienen su fundamento más firme en Dios creador.

Olvidan quienes así piensan con ese “laicismo esencial” –y así lo demuestra la historia, incluso muy reciente– que no puede, por lo demás, haber una sociedad libre, en progreso de humanidad y solidaria, al margen de Dios, cuyo olvido o rechazo quiebra interiormente el verdadero sentido de las profundas aspiraciones del hombre, debilita y deforma los valores éticos de convivencia, socava las bases para el respeto a la dignidad inviolable de la persona humana y priva del fundamento más sólido para el amor y estimación hacia los otros y el apoyo solidario e incondicional a los demás. Digo más: No es posible un Estado ateo; se vuelve contra el hombre. Quien no conoce a Dios, no conoce al hombre, y quien olvida a Dios acaba ignorando la verdadera grandeza y dignidad de todo hombre. Este es el gran y principal problema de nuestro tiempo: la carencia de una verdadera antropología que no se construye al margen de Dios y menos contra Él. El asunto es muy serio: si al hombre le faltase completamente Dios dejaría de existir.

La enseñanza de la Virgen María

Como dijo el Papa Benedicto XVI en una entrevista para las televisiones alemanas: “El asunto fundamental es que debemos redescubrir a Dios, no a un Dios cualquiera, sino al Dios con el rostro humano, porque cuando vemos a Jesucristo vemos a Dios. Y partiendo de esto debemos encontrar los caminos para encontrarnos en la familia, entre las generaciones y también entre las culturas y los pueblos, entre los caminos de la reconciliación y la convivencia pacífica en este mundo, y los caminos que conducen hacia el futuro. Y estos caminos hacia el futuro no los encontraremos si no recibimos la luz desde lo alto” (Benedicto XVI), la luz de Dios y que es Dios, como nos enseña la Virgen María en una gran lección para el hombre de hoy.

De aquí que sea tan urgente y apremiante la afirmación de Dios como Dios, en su grandeza y en su infinita y desbordante misericordia y bondad, y la confesión del Creador, del Dios que hace obras grandes, maravillas. Como hizo la Santísima Virgen con toda su persona y en el canto del Magnificat. No propugno una sociedad confesional, aunque ojalá que todos conociesen y creyesen, porque es ahí donde está la vida eterna (y ojalá también que siempre se respetasen en ella las convicciones religiosas y se cumpliese y garantizase en todo momento el derecho inalienable a la libertad religiosa). La fe se propone, no se impone. La Iglesia y los cristianos tenemos el deber de afirmar a Dios, como María, con la garantía y la certeza de que así afirmamos y servimos al hombre. Tarea principal de la Iglesia, con la enseñanza de María, en su persona y en su Magníficat, es avivar y alimentar la experiencia de Dios hoy, dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia pues allí donde está Dios nuestra vida resulta luminosa incluso en la fatiga de nuestra existencia. Es preciso llegar al convencimiento, a la certeza, como la de la Virgen María, madre de los creyentes, madre de la Iglesia, de que la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir ante su mirada, en su presencia; la Iglesia existe para hacer habitable la tierra a la luz de Dios. La Iglesia existe porque, como María, como todo ser humano, es de Dios y para Dios, para dar testimonio de Dios y llevar a los hombres a Él, fuente de libertad, fundamento de su verdad, razón última de su ser. Llevada de la fe que le anima, como a María, la Iglesia, cuando sale en defensa del hombre y reclama criterios morales válidos para todos en la vida pública, no pretende imponerse al resto de la sociedad a quienes les corresponde la gestión pública, tampoco fortalecerse con privilegios o imposiciones sociales o morales, pero, eso sí, reclama que sea respetada en su condición y razón de ser que es su testimonio de Dios, con todas sus consecuencias y exigencias.

Engrandecer a Dios en la vida pública y privada

Por eso, con palabras del Papa Benedicto XVI me atrevo a decir: “Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común, de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se le ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio y más rico” (Benedicto XVI).

Miremos a María, Ella fue enteramente de Dios y vivió para Dios, ella, la fiel esclava del Señor que se plegó enteramente al querer, la voluntad, la palabra de Dios. Por ello es grande y todas las generaciones le felicitan y la reconocen como Señora y Reina de todo lo creado, Madre, dulzura, esperanza nuestra. Que Nuestra Señora nos ayude a vivir como Ella, de tal manera que toda nuestra vida sea una proclamación y una alabanza de la grandeza de Dios, un permanente y gozoso Magníficat.


 

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