El embrión y su dignidad

22 de diciembre de 2018

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El 22 de febrero de 1987 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una «Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación. Respuesta a algunas cuestiones de actualidad». Este documento, también llamado «Donum vitae» aborda toda una serie de problemas en torno a la fecundación artificial, el respeto debido a los embriones humanos, a las intervenciones sobre la procreación y a los principios que debe respetar la legislación civil. Veinte años más tarde, en el 2008, la misma Congregación publica una «Instrucción sobre algunas cuestiones de bioética», también llamada «Dignitas Personae» (IDP), en la que ratifica la doctrina de la «Donum Vitae»(IDV).

Estas Instrucciones tienen como objetivo salvar el respeto debido a la vida y dignidad que corresponde al embrión o feto humano y establecen el principio: «Todo ser humano debe ser acogido siempre como un don y bendición de Dios» (IDV II,1).

Es decir, para el Magisterio, todo ser concebido, incluso en el marco ilícito de la fecundación in vitro, debe ser respetado en su dignidad y en su derecho a la vida, por lo que está prohibido sacrificarle, aunque sea para curar a otro. Éste es el gran principio en el que se basa la Moral Católica en estas cuestiones. Hay que tener cuidado porque hay quien está intentando utilizar el término persona no ya como confín entre el universo humano y el no humano, sino de modo discriminatorio dentro del ser humano, entre una fase u otra de su desarrollo, realizándose además con los embriones in vitro pruebas, controles y modificaciones como si se tratase de un producto de laboratorio para uso científico e incluso comercial.

Es indudable que el investigador científico ha de tener clara la idea de que él no puede sin quebrantar la ley moral tratar a los seres humanos ya concebidos, como si se tratase de meros objetos. El embrión humano tiene desde el principio la dignidad propia de la persona (IDP 5) y merece el respeto debido a ella, pues no es un potencial ser humano, sino un ser humano con potencialidad de desarrollo, y por tanto no es una cosa ni un mero agregado de células vivas, sino el primer estadio de la existencia de un ser humano. Todos hemos sido también embriones. Por tanto, no es lícito quitarles la vida ni hacer nada con ellos que no sea en su propio beneficio.Recordemos que, incluso hablando de células embrionarias, la destrucción de una sola vida humana nunca puede ser justificada en términos de los beneficios que podría llevar a otro. No todo aquello que es técnicamente posible es moralmente admisible. El nuevo ser debe ser llamado a la vida en un contexto matrimonial y familiar, «donde es generado por medio de un acto que expresa el amor recíproco entre el hombre y la mujer» (IDP 6), y con estas técnicas hay el peligro de inducir a la idea de que procrear un niño es fabricarlo, pues el hijo vive por el artificio del técnico, con los riesgos de poder considerar a las personas como máquinas que se hacen, se reparan o se pueden rechazar cuando ya no dan satisfacción35. En estos temas la Iglesia suele oponer los términos «procrear», algo natural y lícito, y «producir», algo en sí ilícito. Hemos de insistir en que el hijo no es un derecho, sino un don»(Catecismo de la Iglesia Católica nº 2378).

No existe por tanto un derecho a la procreación; sí existe, por el contrario, un derecho a que el ejercicio de la procreación constituya un proceso humano que haga posible la realización de una procreación responsable, no siendo la descendencia un objetivo que puede pretenderse a toda costa, pues es el bien del hijo el criterio guía de todos los problemas entorno a la fecundidad. Engendrar debe ser el fruto de una donación de amor entre los progenitores, es decir una realidad mucho más profunda que un mero producto técnico, aunque sea la capacidad biotecnológica de hacer surgir una nueva vida en el laboratorio. Hoy que se habla tanto de calidad de vida es indudable el derecho del niño a ser un testimonio vivo de la donación recíproca de sus padres y tener desde el comienzo de su vida unos padres que le ofrezcan intimidad, seguridad y amor.

Una consecuencia de esto es la ilicitud de la inseminación post-mortem, rechazada no sólo por la Iglesia (IDV III), sino por casi todas las legislaciones, salvo la española, que la admite en los seis meses posteriores a la muerte del marido y si éste ha dejado un documento escrito que lo permita.

 

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