La llegada de refugiados, antiguos y nuevos

07 de octubre de 2019

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La congregación religiosa a la cual pertenezco, Misioneros Oblatos de María Inmaculada, ha tenido una larga relación con los pueblos indígenas de América del Norte. Es cierto que no siempre sin deficiencias por nuestra parte, pero ha sido una constante su permanencia por más de ciento cincuenta años…

A mediados del siglo XIX, un grupo de jóvenes oblatos abandonó Francia para trabajar con los pueblos originarios de Oregón y del estado de Washington. Dados los medios de transporte de la época, en particular el desafío de cruzar todo Estados Unidos, muchos de ellos a caballo, les llevó casi un año llegar desde Marsella hasta la costa de Oregón.  Entre ese grupo había un joven misionero, Charles Pandosy.

En el verano de 1854, el gobernador Stevens convocó a una reunión de jefes indígenas en Walla Walla para discutir la tensión entre el gobierno de Estados Unidos y los indígenas. Una de las tribus se rebelaba obstinadamente, los Yakima, una tribu dirigida por su jefe, Kamiakin, con quien los Oblatos y el P. Pandosy habían estado trabajando. En un momento dado, el jefe Kamiakin se dirigió a Pandosy en busca de consejo. 

En una carta dirigida a nuestro Fundador en Francia, San Eugenio de Mazenod, fechada el 5 de junio de 1854, el P. Pandosy resumía su conversación con el jefe de los Yakima. Sin saber cómo era Europa y sin saber cuánta gente vivía allí ni qué fuerzas impulsaban a la gente a venir a Norteamérica, el jefe nativo había preguntado al P. Pandosy cuántos hombres blancos había y cuándo dejarían de venir, creyendo ingenuamente que no podía haber muchos de ellos.

En su carta, el P. Pandosy comparte, textualmente, parte de su conversación con Kamiakin: "Es algo que temo. Los blancos tomarán su país como han tomado otros territorios indios. Vengo de la tierra del hombre blanco, muy al este, donde la gente es más espesa que la hierba de las colinas. Aquí, donde ahora sólo hay unos pocos, otros vendrán cada año hasta que su país sea invadido por ellos... usted y sus tierras serán tomadas y su gente expulsada de sus hogares. Así ha sido con otras tribus; así será con ustedes. Usted puede luchar y retrasar por un tiempo esta invasión, pero no puede evitarla. He vivido muchos veranos con ustedes y he bautizado a un gran número de su pueblo en la fe. He aprendido a quererte. No puedo aconsejarte o ayudarte. Ojalá pudiera".

¿Te suena familiar? Uno no tiene que forzar ninguna lógica para ver un paralelismo con la situación actual, ya que millones de refugiados están apiñados en las fronteras de Estados Unidos, Canadá y gran parte de Europa, tratando de entrar en estos países. Al igual que el Jefe Kamiakin, nosotros, que vivimos en esos países y los consideramos apasionadamente "nuestros", estamos muy a oscuras en cuanto a cuánta gente está buscando venir aquí, qué presiones los impulsan a venir aquí y cuándo se detendrá el aparentemente interminable flujo de personas. Además, al igual que aquellas tribus indígenas que en ese entonces tenían sus vidas irrevocablemente alteradas por nuestra entrada a su país, nosotros también tendemos a sentir que se trata de una invasión ilegal e injusta y nos resistimos a permitir que esta gente comparta nuestra tierra y nuestras ciudades con nosotros.

Cuando la gente vino inicialmente a América del Norte y del Sur desde Europa, vinieron por varias razones. Algunos huían de la persecución religiosa, otros buscaban una salida de la pobreza y el hambre, otros venían a trabajar para enviar dinero para mantener a sus familias, algunos eran médicos o clérigos que venían a ministrar a otros, y, sí, otros también eran criminales empeñados en el crimen.

Parecería que no ha cambiado mucho, excepto que el zapato está ahora en el otro pie. Nosotros, los invasores originales, somos ahora las tribus indígenas, solícitos y protectores de lo que consideramos como legítimamente nuestro, temerosos de los forasteros, en su mayoría ingenuos en cuanto a por qué están viniendo.

Este no es sólo el caso de América del Norte, la mayor parte de Europa está experimentando exactamente las mismas presiones, excepto que en su caso han tenido más tiempo para olvidar cómo sus antepasados alguna vez vinieron de otros lugares y en su mayoría desplazaron a los pueblos indígenas que ya estaban allí.

Es cierto que esto no es fácil de resolver, ni política ni moralmente: Ningún país puede simplemente abrir sus fronteras indiscriminadamente a todo aquel que quiera entrar; y sin embargo, nuestras escrituras, judías y cristianas, son inequívocas al afirmar que la tierra pertenece a todos y que todas las personas tienen el mismo derecho a la buena creación de Dios. Ese imperativo moral puede parecer injusto e impráctico; pero ¿cómo justificamos el hecho de que hayamos desplazado a otros para construir nuestras vidas aquí, pero ahora nos parece injusto que otros nos estén haciendo lo mismo?

Mirando la crisis de los refugiados en el mundo de hoy, uno ve que lo que se da vuelta, eventualmente vuelve a darse vuelta.
 

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