El prescindir de Dios

24 de marzo de 2020

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Es indudable que una de las realidades de nuestro tiempo, por lo menos en España y en muchos países europeos, es el de su descristianización. Ya Pío XI, en su Encíclica «Mit brennender Sorge» denunciaba las consecuencias del alejamiento de Dios con estas palabras: «34. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1)...
 
«35. Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la revelación divina».
Recientemente la Revista Misión publicaba una entrevista con don José Carlos Gómez-Hurtado, presidente de EWTN España, a quien también acabo de oír una conferencia, en que éste denunciaba que, habiendo estado ausente de España veinte años, se había encontrado con un país mucho más triste, como lo demuestra que hemos pasado de ser una de las naciones con menos suicidios a uno de los que más en el mundo, siendo entre adolescentes y jóvenes la primera causa de mortalidad. Poseemos también una de las tasas de nacimientos más bajas del mundo, se ha extendido la plaga del divorcio y casi todas las televisiones son profundamente anticatólicas.

¿Cuál es la causa de este desastre? Pienso que pretender expulsar a Dios de nuestra sociedad y aceptar que el relativismo impere.

Vemos como nuestra sociedad, y de modo especial nuestros políticos, no cuentan para nada con Dios, salvo el no hace mucho aparecido Vox, y por su influjo, parte del PP, donde ya hay quien empieza a cuestionarse la ideología de género. Los tres primeros mandamientos, los que hacen referencia a Dios, son ignorados por unos dirigentes que se declaran ateos, o como mucho agnósticos. Ciertamente no puedes esperar de ellos una profesión de fe, como lo muestra que, cuando tienen que jurar o prometer un cargo público, la práctica totalidad de ellos emplea la fórmula de la promesa. Está claro, por tanto, que ni aman a Dios sobre todas las cosas, ni santifican las fiestas, y además muchos de ellos son profundamente anticristianos.

En el Antiguo Testamento el libro del Eclesiástico nos recuerda que el apartarse de Dios es el principio de la soberbia y su consecuencia el pecado (cf. 10,12-13). Ello lleva a la dictadura del relativismo, con las aberraciones de rechazar las leyes de la naturaleza e incluso de la existencia de la verdad moral, defendiendo la cultura de la muerte contra la civilización de la vida, rechazando la diferencia entre varón y mujer, intentando destruir el matrimonio y la familia, llamando a los crímenes del aborto y de la eutanasia derechos y corrompiendo en nombre de una pretendida libertad sexual a niños y adolescentes.

La famosa frase de Zapatero «la libertad os hará verdaderos» se opone a la de Jesucristo «la verdad os hará libres» (Jn 8,44). La libertad sin verdad es mentirosa y lleva al desastre. Dios nos ha dotado de libertad y de libre albedrío. Ello «implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y, por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar» (CEC 1732), Ser libre es la gran tarea de la vida, si sé ponerla al servicio de la Verdad, el Bien y el Amor, es decir de Dios.

La libertad me ha sido dada como un germen precioso depositado en el interior de mi personalidad; y hay que irla desarrollan­do, como mi propia persona, en el proceso educativo, con mi esfuerzo y la ayuda de otros. Pero existen dos grados diversos de libertad: uno más imperfecto es simplemente la libertad de poder escoger o decidir, incluso entre el Bien y el Mal, es decir, poder planificar nuestro futuro, ante el que tenemos diversas posibilidades, escogiendo los fines y los medios para alcanzarlos. Libertad es decidir, pero también darme cuenta de lo que estoy decidiendo.

El otro grado más pleno de libertad lleva consigo la aceptación de la creencia en un sentido final de nuestra vida, en saber poner mi libertad al servicio del amor y es la libertad de amar, que nos hace entregarnos confiadamente a Dios y a los demás: un ejemplo puede hacernos ver la superioridad del segundo grado de libertad sobre el primero; hay personas para quienes en su vida conyugal el adulterio puede ser un auténtico problema (libertad de elección), mientras otras están tan profundamente enamoradas que no tienen el menor deseo de realizarlo y no supone para ellas ninguna tentación (la libertad que da el amor).

Es en este grado superior donde se realiza nuestra perfec­ción personal al unirse libertad y amor, y donde también podemos escoger entre lo bueno y lo mejor, entre lo mejor y lo óptimo, en una progresión continua. Como dice la Escritura «donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Corintios 3,17).


 

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