El Covid y la Resurrección

15 de julio de 2020

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Vivimos en una sociedad muy secularizada en la que nos encontramos ante una realidad que nos es profundamente desagradable y que procuramos ignorar y esconder: me refiero a la muerte. Todos sabemos que un día u otro nos vamos a morir y sin embargo muchísimos se niegan a aceptarlo y viven como si fuese una realidad extraña que no tiene por qué afectarme. Es indudable que la esperanza de vida en no muchos años ha crecido notablemente e incluso se han publicado algunos trabajos diciéndonos que nuestra inmortalidad está a la vuelta de la esquina, pero ha bastado un bichito microscópico para destruir esa esperanza de algunos. El Covid nos ha hecho darnos cuenta de la fragilidad de nuestra vida y nos obliga a mirarnos ante el espejo de la muerte. 
 
Los creyentes sabemos que no somos inmortales, que todos vamos a morir, pero que la muerte es la puerta que nos abre a la eternidad, una eternidad que será feliz o desgraciada según haya sido nuestra vida y según hayamos aceptado o rechazado la salvación que nos ofrece Jesucristo. 
 
Por eso nuestra vida actual, terrena, es tan importante. Dios se ha hecho Hombre para redimirnos y salvarnos. Pero Él respeta nuestra libertad y no quiere llevarnos al cielo contra nuestra voluntad. Y cuando rechazamos a Dios podemos llegar hasta prácticamente negar la evidencia. A mí en este sentido hay un párrafo en el evangelio de San Juan que siempre me ha llamado la atención y es cuando después de la resurrección de Lázaro, que llevaba cuatro días muerto (cf. Jn 11,39), la reacción de los sumos sacerdotes fue: “Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús” (Jn 12.10-11). 
 
La pandemia del Covid podemos verla en la doble dimensión de lo terrenal, de la salud física, de lo inmanente, pero también de la salud espiritual y de la apertura a la Trascendencia. En el episodio de la sanación del paralítico (Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Lc 5,17-26), Jesús atiende a ambas direcciones, pero prioriza claramente la dimensión espiritual, que es también lo que debe hacer la Iglesia: insistir en el mensaje de salvación de Cristo y en la necesidad de seguirle. “Ven y sígueme”, repite una y otra vez Jesús a sus discípulos, que ojalá seamos todos. No nos olvidemos que Dios nos quiere y lo que nos pide es en realidad lo que nos conviene hacer. 
 
Si tenemos presente la realidad de nuestra muerte y procuramos vivir de tal modo que la veamos como un encuentro con Dios que, a su vez, nos ha visitado tantas veces cuando recibimos la Sagrada Comunión, veremos la muerte como el cruzar de una puerta detrás de la cual está un Dios que nos ama, mientras en nosotros se realiza lo que decimos en el Prefacio I de la Misa de Difuntos: “En Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Las exigencias de Dios no son para destruirnos, sino para ayudarnos a lograr una felicidad completa. 
 
Esto es lo que pensamos, creemos y ojalá vivamos los creyentes. Pero no puedo no mirar con una cierta prevención y temor a una sociedad como la nuestra tan terriblemente secularizada, que no quiere saber nada de Jesucristo ni de su mandamiento fundamental de amar a Dios, al prójimo y a uno mismo, una sociedad donde los crímenes del aborto y la eutanasia se llaman derechos, donde se intenta corromper a los niños, adolescentes y jóvenes con enseñanzas como la ideología de género con sus secuencias de promiscuidad y de ausencia de normas morales, y donde la corrupción económica campa a sus anchas. 
 
Pero tampoco puedo dejar de pensar que el ser humano ha sido creado por Dios y que el Génesis cuando termina la Creación nos dice: “Vio entonces Dios todo lo que había hecho y todo era muy bueno” (Gén 1,31). Y si además Jesucristo ha venido al mundo para abrirnos las puertas del cielo y ha fundado la Iglesia y nos ha asegurado “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20), entonces tenemos motivos más que fundados para creer que hay motivos para la esperanza, sin olvidar toda la gente buena con la que nos encontramos cada día.

 

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