Tan iguales y tan distintos

31 de agosto de 2020

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Siempre me ha llamado la atención cómo en ciertas épocas de la historia se aceptaba sin cuestionamiento que las personas se clasificaran en “clases”; asignándoles, como consecuencia, distinto valor y reconocimiento social. Recuerdo algunas películas y novelas, como la de Ben – Hur. Me impactó el relato de un hombre libre que trabajaba para la familia de Hur, que, por amor a una esclava, se hizo él mismo esclavo para poder casarse con ella, perdiendo sus derechos y reconocimientos sociales como hombre libre en el lejano Oriente. Más allá de la impactante fuerza del amor, es llamativo que todos asumían como algo absolutamente normal que hubiera esclavos y libres, y así como se asumía esta diferencia de valoración había y ha seguido habiendo muchas más a lo largo del tiempo y del espacio: como la diferencia de color, de estatus económico, de raza, de capacidades, de género, de religión, de edad, etc.   
 
Y aunque parece algo del pasado, sin embargo, también en la actualidad nos cuesta no sólo entender sino sobre todo vivir en la convivencia del día a día que todos, más allá de las diferencias aludidas, en tanto que somos personas, somos por eso iguales en naturaleza y en dignidad. Nos cuesta porque nos empeñamos más en resaltar las diferencias que nos alejan, que las semejanzas e ideales comunes que nos acercan, lo que nos podría llevar a concluir que es un problema de miopía. ¿Por qué, si no, los episodios de violencia y enfrentamientos que surgen ahora mismo en tantos lugares del globo? El racismo, por desgracia, no es algo sólo del Apartheid de Sudáfrica de los años 80 y 90 del pasado siglo. Las noticias que recibimos a diario nos lo recuerdan. O los actos terroristas contra pueblos enteros sólo por ser de otro de color o de otra religión. Y podríamos seguir… dentro y fuera de nuestras fronteras. ¿Pero cómo revertirlo, cómo corregir esa miopía de comprensión y valoración traducida en acciones en contra de la dignidad humana?
 
Creo que parte de la respuesta puede venir por el esfuerzo de conocer más y mejor esa maravilla que es la persona humana. Es muy cierta esa frase de San Agustín de “No se ama lo que no se conoce”, que, dada la vuelta podría traducirse “cuanto más conocemos algo bueno, más podremos amarlo y valorarlo”. Y resulta que cada persona humana es un mundo en sí mismo, un ser de riqueza casi infinita, inagotable -que nos viene de esa dimensión espiritual por ser “imagen y semejanza de Dios”. Por eso nunca terminamos de conocernos del todo, ni a nosotros ni a cuantos nos rodean. Mirar así a cada persona permite generar la actitud de dejarse asombrar y maravillar.
 
Y junto con la superación de esta miopía, se hace necesario vivir de acuerdo a eso conocido, es decir, concretarlo en actos concretos que manifiesten el valor de cada persona. Sí, pues, nuestra libertad nos abre la puerta a dos grandes caminos: el del egocentrismo que nos encierra en nosotros mismos o nos aboca a metas indignas o no acordes a nuestra grandeza moral; o el de la grandeza, que sabe superarse y volar hacia las alturas del don de sí y del bien común, es decir, de una vida movida por el amor. Está en nosotros el poder mejorar, el arrepentirnos de los fallos o actos graves, de pedir perdón y enmendar vínculos vulnerados o rotos; igual que admirar tantos actos heroicos de hermandad, que sabe mirar a los otros más allá de las diferencias para descubrir su valor como personas.
 
En esa misma dirección nos parece que van las palabras del Papa Francisco en una audiencia reciente al plantear la disyuntiva que se nos presenta en esos momentos: “Nosotros estamos viviendo una crisis. La pandemia nos ha puesto a todos en crisis. Pero recordad: de una crisis no se puede salir iguales, o salimos mejores, o salimos peores. Esta es nuestra opción” (Audiencia, 26 agosto 2020).
 
La clave está en conocer la riqueza de cada persona y ponerla de manifiesto en actos concretos de amor, dado que esa es la respuesta más apropiada a su valor.
 
En efecto, este valor de la persona lo afirmaba Santo Tomás de Aquino en tanto que “significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, o sea, el ser subsistente en la naturaleza racional” (Suma Teológica, Ia, q. 29, a. 3, in c), por lo que posee “gran dignidad” (ad. 2) que pide ser reconocida y valorada. Esa dignidad no depende del color o edad, ni del tamaño ni de las habilidades, simplemente se tiene porque se es persona.
 
Por eso la vida del ser humano es tan especial, y es tan grave cualquier atentado en su contra. Lo ‘personal’ implica una vida absolutamente única, irrepetible e irreducible a otra –aunque tengamos en común con los demás el pertenecer al mismo género, el humano. La persona tiene identidad, es consciente de ella misma con su pasado, presente y proyección futura; es protagonista de su propia historia. Su riqueza es tal que está llamada a trascenderse, a tender puentes y a comunicarse con otras personas, desde su propia intimidad. Por eso no construye la historia aisladamente, sino entrelazada con otras vidas personales, igualmente únicas e irrepetibles con las que traza la historia en una comunicación de su vida personal íntima. De ahí que, como ya vimos, el fruto de sus decisiones y de sus actos, lo que haga o deje de hacer, influye en los demás –para bien o para mal.
 
Cuántas vidas invitan a la plenitud de la vocación personal, como tantos hombres y mujeres de bien, y de manera muy especial, como los santos, entre los que recordamos de manera especial a San Alberto Hurtado, al término de su mes. Podemos revertir la historia, cada uno de nosotros, si aprendemos día a día a optar por el amor personal hecho vida en los demás, el de verdad, no sólo el de palabras y cariños que quizás se lo lleva el viento. Y esto, aunque sea sin hacer ruido ni se salga en los diarios. Pues el bien no hace ruido, y el ruido no suele hacer bien. La historia la construimos entre todos.

 

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