El amor crea la inmortalidad

03 de noviembre de 2020

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“Amar a una persona es decirle: tú no morirás”. Esta conocida frase del filósofo francés Gabriel Marcel cobra un sentido muy especial a las puertas del día en que recordamos a nuestros seres queridos difuntos, el 2 de noviembre, y que por las circunstancias actuales vamos a poder extender a todo el mes. Y cobra más sentido aún, cuando las crisis que vivimos hacen más cercana la muerte, sea provocada por causas de salud física o mental. “Amar a una persona es decirle: tú no morirás”. Por eso la sabiduría secular rodea estas fechas de gestos y acciones que buscan hacer presente a los que nos han dejado: a través de un recuerdo revivido en la memoria, de distintos ritos como visitar los cementerios, y, por supuesto, de la oración -los creyentes rezamos de manera especial estos días y la Iglesia contempla hasta tres Misas distintas por los difuntos en su día. Por eso esta celebración, que nos une a todos, seamos o no creyentes, nos hace sentido en tanto que recordamos a padres, hermanos, parientes o amigos y ese recuerdo nostálgico reaviva nuestro amor.
 
Ahora bien, volvamos a nuestra frase inicial. Además de la belleza que expresa ese deseo, es muy profunda. Ciertamente, al recordar y traerles a la memoria podemos de alguna manera tener presentes a nuestros difuntos. Pero la memoria es frágil, el paso del tiempo hace que debamos pensar en otras cosas del día a día, y, para más remate, en algún momento también a nosotros nos va a tocar partir de esta vida, y de eso no hay duda. Sin embargo ¿es sólo un bello deseo sin más?
 
Me gusta pensar en una afirmación de Aristóteles, gran conocedor de la vida, al decir: “Nada hay inútil en la naturaleza”. Y es cierto: cada inclinación de los seres vivos se orienta y remite a su plenitud. El deseo de beber que sentimos, remite a la existencia de algo capaz de saciar la sed, por ejemplo, y así sucesivamente. Pues bien, ese deseo de inmortalidad que proyectamos hacia quienes amamos de verdad, pareciera que no está a nuestro alcance, pero, si aplicamos el adagio aristotélico, debe poder cumplirse. Por eso si recurrimos a una “razón ampliada” que busca sentido a la vida superando el absurdo de la nada, nos descubre una puerta maravillosa que al abrirla nos vincula al único Ser capaz de crear y dar vida de la nada, único capaz de compartir y amar de manera infinita y absoluta, y, por lo tanto, de hacer posible el deseo de nuestro corazón de “no morir nunca”. Es decir, Dios, como origen último de nuestra existencia y como destino definitivo de la vida, hace posible lo que era inalcanzable desde nuestra finitud.
 
“El amor crea la inmortalidad, y la inmortalidad nace del amor” (J. Ratzinger).
 
Ratzinger afirma de manera contundente: Dios “es lo que permanece y subsiste”. Su amor es eterno y al brotar desde su vida interior, nos crea a su imagen y semejanza y hace participar en ese amor y nos abre la puerta a una vida eterna. Tomás de Aquino, por su parte, lo confirma al decir que “fue el mismo Cristo quien nos abrió por su propia pasión las puertas de la vida eterna” (Suma Teológica, III, q. 48, a 4, in c). Esto es la esperanza sobrenatural, que, estando más allá de la natural, se nos hace, sin embargo, asequible gracias a la gracia divina. Concluye el entonces profesor de teología en su obra más conocida: “Si en Cristo el amor ha vencido a la muerte, ha sido como amor a los demás. Esto significa que nuestro amor individual y propio no puede vencer a la muerte, que considerado en sí mismo es un grito que se queda sin respuesta. Por tanto, sólo el amor unido al amor divino de la vida y del amor, puede fundar nuestra inmortalidad. Pero, a pesar de todo, nuestra forma de inmortalidad depende de nuestra forma de amar” (Introducción al cristianismo, cap. II).
 
No puedo dejar de recordar aquí el acierto de la segunda encíclica del Papa emérito, Spes salvi, al denominar la muerte como un “lugar de esperanza”. Sí, nos abre una dimensión trascendente que no solo exige eternidad, sino que ésta nos es abierta a través de la Redención de Cristo, que ha atravesado la muerte y la ha vencido.
 
O las preciosas palabras del Papa Francisco en 2018 en la Misa por los difuntos: “la liturgia de hoy es realista, es concreta. Nos enmarca en las tres dimensiones de la vida...: el pasado, el futuro, el presente. Hoy es un día de memoria del pasado, un día para recordar a aquellos que han caminado antes que nosotros, incluso nos han acompañado, nos han dado vida. Recordar, hacer memoria. La memoria es lo que hace fuerte a un pueblo, porque se siente arraigada en un camino, arraigada en una historia, en un pueblo. … También es un día de esperanza: nos espera el Cielo nuevo, la tierra nueva y la ciudad santa de Jerusalén, nueva, hermosa; … esperanza de llegar donde está el amor que nos creó, donde está el amor que nos espera: el amor del Padre… Y entre la memoria y la esperanza está la tercera dimensión: la del camino que debemos tomar y que hacemos. ¿Y cómo recorrer este camino sin equivocarnos? ¿Cuáles son las luces que me ayudarán a no equivocarme? … Las Bienaventuranzas –mansedumbre, pobreza de espíritu, justicia, misericordia, pureza de corazón– son las luces que nos acompañan para no equivocarnos: este es nuestro presente”.
 
Con esta óptica, el recuerdo de los muertos está transido de esperanza: la que brota del amor y se apoya en la misericordia de un Dios amor que conoce, como nadie, el corazón de aquellos que ha creado como hijos (lo reconozcamos o no). Un amor que, ahora sí, puede proyectarse en la inmortalidad.

 

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