Vida Eterna. Segunda predicación de Adviento (completa)

11 de diciembre de 2020

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«OS ANUNCIAMOS LA VIDA ETERNA» (1 Jn 1, 2)

«Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios» (Is 40, 1). Con estas palabras de Isaías comenzaba la primera lectura del segundo domingo de Adviento. Es una invitación, más bien un mandamiento, perpetuamente vigente, dirigido a los pastores y predicadores de la Iglesia. Queremos recoger esta invitación y meditar en el anuncio más consolador que nos ofrece la fe en Cristo.

La segunda «verdad eterna» que la situación de la pandemia ha sacado a flote es la precariedad y la transitoriedad de todas las cosas. Todo pasa: riqueza, salud, belleza, fuerza física… Es algo que tenemos ante nosotros todo el tiempo. Basta comparar las fotos de hoy —las nuestras o las de personajes famosas— con las de hace veinte o treinta años, para darse cuenta de ello. Aturdidos por el ritmo de la vida, no hacemos caso a todo ello, no nos detenemos para sacar las conclusiones necesarias.

Y, de repente, todo lo que dábamos por descontado se ha manifestado frágil, como una pista de hielo en la que estás patinando alegremente, que de repente se rompe bajo tus pies y hace que te hundas. «La tormenta —dijo el Santo Padre en esa memorable Bendición «Urbi et Orbi» del 27 de marzo pasado— desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja descubiertas esas seguridades falsas y superficiales con las que hemos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, nuestras costumbres y prioridades».

La crisis planetaria que estamos viviendo puede ser la ocasión para redescubrir con alivio que hay, a pesar de todo, un punto firme, un terreno sólido, más aún, una roca, sobre la que basar nuestra existencia terrena. La palabra Pascua —Pesah en hebreo— significa paso y en latín se traduce como transitus. Esta palabra evoca, por sí misma, algo de «pasajero» y «transitorio», por lo tanto algo tendencialmente negativo. San Agustín percibió esta dificultad y la resolvió de manera esclarecedora. Hacer Pascua, explicó, significa, sí, pasar, pero «pasar hacia lo que no pasa»; significa «pasar desde el mundo, para no pasar con el mundo» [1]. Pasar con tu corazón antes de pasar con el cuerpo.

Lo que «nunca pasa» es, por definición, la eternidad. Debemos redescubrir la fe en un más allá de la vida. Esta es una de las grandes contribuciones que las religiones pueden dar juntas al esfuerzo de crear un mundo mejor y más fraterno. Nos hace entender que todos somos compañeros de viaje, en camino hacia una patria común donde no hay distinciones de raza o nación. Tenemos en común no sólo el camino, sino también la meta. Con conceptos y en contextos muy diferentes, esta es una verdad común a todas las grandes religiones, al menos a las que creen en un Dios personal. «Pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan» (Heb 11, 6). Así resume la Carta a los Hebreos la base común —y el mínimo común denominador— de toda fe y de toda religión.

Para los cristianos, la fe en la vida eterna no se basa en argumentos filosóficos discutibles sobre la inmortalidad del alma. Se basa en un hecho preciso, la resurrección de Cristo, y en su promesa: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas […]. Me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). Para nosotros, los cristianos, la vida eterna no es una categoría abstracta, es más bien una persona. Significa ir a estar con Jesús, «hacer cuerpo» con él, compartir su estado de resucitado en la plenitud y en la alegría de la vida trinitaria: «Cupio dissolvi et esse cum Christo», decía san Pablo a sus queridos Filipenses: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1, 23).

1. Un eclipse de fe

Pero, ¿qué le ha sucedido —nos preguntamos— a la verdad cristiana de la vida eterna? En nuestro tiempo, dominado por la física y la cosmología, el ateísmo se expresa sobre todo como negación de la existencia de un creador del mundo; en el siglo XIX, se expresó con preferencia en la negación de un más allá. Hegel había afirmado que «los cristianos desperdician en el cielo las energías destinadas a la tierra» [2]. Recogiendo esta crítica, Feuerbach y sobre todo Marx lucharon contra la creencia en una vida después de la muerte, afirmando que aliena del compromiso terreno. La idea de una supervivencia personal en Dios es reemplazada por la idea de una supervivencia en la especie y en la sociedad del futuro. Poco a poco, con la sospecha, sobre la palabra «eternidad» cayeron el olvido y el silencio.

La secularización ha hecho el resto, hasta el punto de que incluso parece inconveniente que todavía se hable de eternidad entre personas cultas y en consonancia con los tiempos. La secularización es un fenómeno complejo y ambivalente. Puede indicar la autonomía de las realidades terrenales y la separación entre el reino de Dios y el reino de César, y en este sentido no sólo no está en contra del Evangelio, sino que encuentra en él una de sus raíces más profundas. Sin embargo, la palabra secularización también puede indicar todo un conjunto de actitudes hostiles a la religión y a la fe. En este sentido se prefiere utilizar el término laicismo. El secularismo es a la secularización, como el cientifismo a la cientificidad y el racionalismo a la racionalidad.

Incluso tan delimitado, el fenómeno de la secularización presenta muchas caras dependiendo de los campos en los que se manifiesta: la teología, la ciencia, la ética, la hermenéutica bíblica, la cultura, la vida cotidiana. Su sentido primordial, sin embargo, es único y claro. «Secularización», como «secularismo», deriva de la palabra saeculum que en lenguaje común ha terminado indicando el tiempo presente —«el eón presente», según la Biblia— en oposición a la eternidad —el eón futuro, o «los siglos de los siglos» como la llama la Escritura. En este sentido, el secularismo es sinónimo de temporalismo, de reducir lo real a la sola dimensión terrenal. Significa la eliminación radical del horizonte de la eternidad.

Todo esto ha tenido un claro impacto en la fe de los creyentes. En este punto, se ha hecho tímida y reticente. ¿Cuándo hemos escuchado la última predicación sobre la vida eterna? El filósofo Kierkegaard tenía razón: «El más allá se ha convertido en una broma, en una necesidad tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que, más aún nadie la expone. Hasta el punto de que incluso uno se divierte pensando que hubo un tiempo en que esta idea dio forma a toda la existencia» [3]. Seguimos recitando en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», pero sin dar demasiado peso a estas palabras. La caída del horizonte de la eternidad tiene sobre la fe cristiana el efecto que tiene la arena arrojada sobre una llama: la sofoca, la apaga.

¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en la resurrección de los muertos: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor 15, 32). El deseo natural de vivir siempre, distorsionado, se convierte en deseo, o frenesí, de vivir bien, es decir, placenteramente, incluso a expensas de los demás, si es necesario. Toda la tierra se convierte en lo que Dante Alighieri dijo sobre la Italia de su tiempo: «el parterre que nos hace tan feroces» [4]. Una vez que el horizonte de la eternidad ha caído, el sufrimiento humano parece doble e irremediablemente absurdo. El mundo se parece a «un hormiguero que se desmorona», y el hombre a «un diseño creado por la ola en la orilla del mar que la ola siguiente borra».

2. Fe en la eternidad y evangelización

La fe en la vida eterna constituye una de las condiciones de posibilidad de la evangelización. «Pero si Pero si Cristo no ha resucitado —escribe el Apóstol—, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe… Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad» (1 Cor 15, 14. 19). El anuncio de la vida eterna constituye la fuerza y el mordiente de la predicación cristiana. Veamos lo que sucedió en la primerísima evangelización cristiana. La idea más antigua y más difundida en el paganismo grecorromano era que la vida verdadera termina con la muerte; después de ella sólo hay una existencia de gusanos, en un mundo de sombras, evanescentes e incoloras. Son conocidas las palabras que el emperador romano Adriano dirigió a sí mismo cercano a la muerte, según el epitafio grabado en su tumba:

Pequeña alma mía perdida y suave,
compañera y huésped del cuerpo,
ahora te dispones a ascender a lugares
incoloros, ásperos y despojados,
donde ya no tendrás los entretenimientos habituales.
Todavía un instante,
miremos juntos las orillas familiares,
cosas que ciertamente nunca volveremos ya a ver.

Para un hombre que había construido para sí mismo durante su vida casas de lujo increíble —visítese la Villa Adriana cerca de Tívoli para convencerse de ello— esta perspectiva resultaba aún más desconsoladora que para el común de los mortales. Para su tumba había construido el Mausoleo Adriano, el actual Castel Sant’Angelo, pero sabía bien que esto no cambiaba su destino de encaminarse hacia «lugares incoloros sin distracciones».

Con este trasfondo, se entiende el impacto que debía tener el anuncio cristiano de una vida después de la muerte infinitamente más plena y brillante que la terrena, sin más lágrimas, ni muerte, ni angustia (cf. Ap 21, 4). También se entiende por qué el tema y los símbolos de la vida eterna —la palmera, el pavo real, las palabras «requies aeterna»— son tan frecuentes en los entierros cristianos de las catacumbas.
Al anunciar la vida eterna podemos servirnos de nuestra fe y también de su correspondencia con el deseo más profundo del corazón humano. De hecho, somos «seres finitos capaces de infinito» (ens finitum, capax infiniti), seres mortales con un anhelo secreto de inmortalidad. A un amigo argentino que le reprochaba, como si fuera una forma de orgullo y presunción, su atormentarse sobre el problema de la eternidad, Miguel de Unamuno —no ciertamente un apologeta del cristianismo— respondió en una carta:

No digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesitamos, lo merezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin esta todo me es indiferente. ¡Lo necesito, lo necesito! Sin ella ya no hay alegría de vivir y la alegría de vivir ya no tiene nada que decirme. Es demasiado fácil afirmar: «Es necesario vivir, es necesario contentarse con la vida». ¿Y los que no se contentan? [5].

Quien desea la eternidad, —añadía el mismo pensador— no es quien muestra desprecio por el mundo y la vida de aquí abajo, sino, por el contrario, quien no la desea: «Amo tanto la vida que perderla me parece el peor de los males. No aman verdaderamente la vida aquellos que la disfrutan, día a día, sin importarles saber si tendrán que perderla por completo o no». San Agustín decía lo mismo: «¿De qué sirve vivir bien, si no se da el vivir siempre?» [6]. «Todo, excepto lo eterno, es vano en el mundo», cantó uno de nuestros poetas [7]. A los hombres de nuestro tiempo que cultivan lo profundo del corazón esta necesidad de eternidad, sin tal vez tener el valor de confesarlo incluso a sí mismos, les podemos repetir lo que Pablo decía a los atenienses: «Lo que veneráis sin conocerlo, yo os lo vengo a anunciar» (cf. Hch 17, 23).

3. La fe en la eternidad como medio de santificación

Una fe renovada en la eternidad no nos sirve sólo para la evangelización, es decir, para que el anuncio que hay que hacer a los demás; nos sirve, antes todavía, para imprimir un nuevo impulso a nuestro camino de santificación. Su primer fruto es hacernos libres, no apegarnos a las cosas que pasan: aumentar el propio patrimonio o el propio prestigio.

Imaginemos esta situación. Una persona ha sido desalojada y debe abandonar su casa en breve. Afortunadamente, se le presenta la posibilidad de tener un nuevo hogar de inmediato. ¿Qué hace? ¡Gasta todo su dinero para modernizar y embellecer la casa que tiene que dejar, en lugar de amueblar aquella a la que tiene que ir! ¿No sería de tontos? Ahora bien, todos somos «desalojados» en este mundo y nos parecemos a ese hombre necio si sólo pensamos en embellecer nuestra casa terrena, sin preocuparnos por hacer obras buenas que nos sigan después de la muerte.

El enfriamiento de la idea de eternidad actúa sobre los creyentes, disminuyendo en ellos la capacidad de afrontar con valentía el sufrimiento y las pruebas de la vida. Debemos redescubrir parte de la fe de san Bernardo y de san Ignacio de Loyola. En toda situación y ante cada obstáculo, se decían a sí mismos: «Quid hoc ad aeternitatem?», ¿qué es esto frente a la eternidad?

Pensemos en un hombre con una balanza en la mano: una de esas balanzas (se llaman romanas) que se sostienen con una mano y tienen en un lado el platillo en el que poner las cosas para pesar y por el otro una barra graduada que sostiene el peso o la medida. Si cae al suelo, o se pierde la medida, todo lo que pone en el platillo eleva la barra a lo alto e inclina la balanza hacia el suelo. Todo le lleva ventaja, incluso un puñado de plumas.

Así somos cuando perdemos la medida de todo lo que es la eternidad: las cosas y los sufrimientos terrenales arrojan fácilmente nuestra alma a tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo. Jesús decía: «Si tu mano es un obstáculo para ti, córtala; si tu ojo es un obstáculo para ti, sácatelo; es mejor entrar en la vida con una mano o un ojo, en lugar de ser arrojado con ambos al fuego eterno» (cf. Mt 18, 8-9). Pero nosotros, habiendo perdido de vista la eternidad, ya encontramos excesivo que se nos pida que cerremos los ojos a un espectáculo inmoral, o que llevemos en silencio una pequeña cruz.

San Pablo se atreve a escribir: «Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2 Cor 4, 17-18). El peso de la tribulación es «ligero» precisamente porque es momentáneo, el de la gloria es desproporcionado precisamente porque es eterno. Por eso el mismo Apóstol puede decir: «Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rom 8, 18). De hecho, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2, 9).

Muchos preguntan: «¿En qué consistirá la vida eterna y qué haremos todo el tiempo en el cielo?». La respuesta está en las palabras apofáticas del Apóstol que acabamos de oír: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Si es necesario balbucear algo, diremos que viviremos inmersos en el océano sin orillas y sin fondo del amor trinitario. «Pero, ¿no nos aburriremos?» Preguntemos a los verdaderos amantes si están aburridos en el apogeo de su amor y si no preferirían más bien que ese momento durara siempre.

4. La eternidad: una esperanza y una presencia

Antes de terminar, debemos disipar una duda que pesa sobre la creencia en la vida eterna. Para el creyente, la eternidad no es sólo una promesa y una esperanza, o, como pensaba Karl Marx, un volcar en el cielo las expectativas decepcionadas de la tierra. Es también una presencia y una experiencia. En Cristo «la vida eterna que estaba junto al Padre se hizo visible». Nosotros —dice Juan—, la hemos oído y visto con nuestros propios ojos, contemplado y tocado (cf. 1 Jn 1,1-3).

Con Cristo, Verbo encarnado, la eternidad ha irrumpido en el tiempo. Lo experimentamos cada vez que hacemos un verdadero acto de fe en Cristo, porque quien cree en él ya posee la vida eterna (cf. 1 Jn 5, 13); cada vez que recibimos la comunión, porque en ella «se nos da la promesa de la gloria futura»; cada vez que escuchamos las palabras del Evangelio, que son «palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68). Santo Tomás Aquino dice que «la gracia es el comienzo de la gloria» [8].

Esta presencia de la eternidad en el tiempo se llama Espíritu Santo. Se le define como «la prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14; 2 Cor 5, 5), y se nos ha dado porque, habiendo recibido las primicias, anhelamos la plenitud. «Cristo —escribe san Agustín—, nos dio las arras del Espíritu Santo con las que él, que en cualquier caso no podría engañarnos, quiso asegurarnos del cumplimiento de su promesa. ¿Qué prometió? Prometió la vida eterna cuyas arras son el Espíritu que nos dio» [9].

Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna hay una relación análoga a la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño que ha sido dado a luz. El gran teólogo bizantino medieval Nicolas Cabasilas escribe:

Este mundo alumbra al hombre interior, al hom¬bre nuevo, creado según Dios, y una vez configu¬rado y formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión, mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma tomando por modelo la existencia que le recibirá. Es también lo que ocurre en los santos […]. Con esta diferencia: el embrión no tiene conoci-miento alguno de esta vida, y a los santos se les clarean ya en la existencia terrena muchas cosas del futuro9. Aquél no goza aún de una vida, que le es totalmente futura, ni un rayo de luz penetra en las tinieblas del seno materno, ni ha gustado nada de lo que esta vida constituye. No pasa así con nosotros: fundidos y fusio¬nados futuro y presente […]. No sólo se concede a los santos disponerse y pre¬pararse para la Vida; se permite vivirla y obrar desde ahora conforme a ella [10].

Hay una historieta que ilustra esta comparación de la gestación y el nacimiento y me permito contarla en su simplicidad. Había dos gemelos, un niño y una niña, tan inteligentes y precoces que, aún en el vientre de su madre, ya hablaban entre sí. La niña le preguntaba a su hermanito: «¿Crees que habrá una vida después del nacimiento?» El respondía: «No seas ridícula. ¿Qué te hace pensar que haya algo fuera de este espacio estrecho y oscuro en el que estamos?» La niña, envalentonada: «Quien sabe, tal vez haya una madre, alguien que nos ha puesto aquí y que nos cuidará». Y él: «¿Ves tú a una madre en alguna parte? Lo que ves es todo lo que hay». Ella dijo de nuevo: «¿Pero no sientes a veces como una presión en tu pecho que aumenta de día a día y nos empuja hacia adelante?» «Pensándolo bien —respondía él—, es verdad; La siento todo el tiempo». «Mira —concluía triunfante la hermanita— este dolor no puede ser por nada. Creo que nos está preparando para algo más grande que este pequeño espacio». La Iglesia debería ser esa niña que ayuda a los hombres a tomar conciencia de su anhelo inconfesado y a veces incluso ridiculizado.

Debemos desmentir también absolutamente la acusación de la que ha partido la sospecha moderna contra la idea de la vida eterna: aquella según la cual la expectativa de la eternidad distrae del compromiso con la tierra y del cuidado de la creación. Antes de que las sociedades modernas asumieran la tarea de promover la salud y la cultura, de mejorar el cultivo de la tierra y las condiciones de vida del pueblo, ¿Quién ha llevado a cabo estas tareas más y mejor que ellos —los monjes en primera línea— que vivían de fe en la vida eterna?

Pocos saben que el Cántico de las Criaturas de Francisco de Asís nació de una sacudida de fe en la vida eterna. Así describen las fuentes franciscanas la génesis del cántico. Una noche que Francisco estaba sufriendo particularmente por sus muchas y muy dolorosas enfermedades, dijo en su corazón: «¡Señor, ven al rescate de mis enfermedades, para que pueda soportarlas con paciencia!» Y de inmediato se le dijo en espíritu: «Francisco, dime: si uno, en compensación por tus enfermedades y sufrimientos, te diera un gran tesoro precioso, ¿no considerarías como nada, en comparación con ese tesoro, la tierra y las piedras y las aguas? ¿No serías muy feliz por ello?». Francisco respondió: «Señor, esto sería un tesoro verdaderamente grande e incomparable, precioso, amable y deseable». La voz concluyó: «Entonces, sé feliz y exultante en tus enfermedades y tribulaciones; a partir de ahora vive en la serenidad, como si ya estuvieras en mi Reino».

Al levantarse por la mañana, Francisco dijo a sus compañeros: «”Debo disfrutar mucho ahora en medio de mis males y penas, y dar siempre gracias a Dios por la gracia y la bendición tan grandes que se me ha conferido. De hecho, se ha dignado en su misericordia darme a mí, su pequeño siervo indigno que aún vive aquí abajo, la certeza de poseer su Reino eterno. Por tanto, quiero componer para alabanza Suya, para consuelo mío y para edificación del prójimo una nueva Alabanza del Señor por sus criaturas. Cada día usamos las criaturas y sin ellas no podemos vivir. Cada día nos mostramos ingratos por este gran beneficio y no alabamos por ello como deberíamos a nuestro Creador…”. Sentándose, se concentró un momento y empezó a decir: “Altísimo, omnipotente, bondadoso Señor…”» [11]. El pensamiento de la vida eterna no le había inspirado despreciar este mundo y las criaturas, sino un entusiasmo y gratitud aún mayores por ellos y había hecho que el dolor actual fuera más llevadero para él.

Nuestra meditación hoy sobre la eternidad ciertamente no nos exime de experimentar con todos los demás habitantes de la tierra la dureza de la prueba que estamos experimentando; sin embargo, al menos debería ayudarnos a los creyentes a no sentirnos abrumados por ella y a ser capaces de infundir valor y esperanza incluso en aquellos que no tienen el consuelo de la fe. Terminemos con una hermosa oración de la liturgia:

Oh, Dios,
que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo,
concede a tu pueblo amar lo que prescribes
y esperar lo que prometes,
para que, en medio de las vicisitudes del mundo,
nuestros ánimos se afirmen allí
donde están los gozos verdaderos [12].
 

[1] SAN AGUSTÍN, Tratados sobre Juan 55, 1: CCL 36, 463s.
[2] Cf. G.W.F. HEGEL, Frühe Schriften, 1, en Gesammelte Werke, 1 (Hamburgo 1989) 372.
[3] S. KIERKEGAARD, Postilla final no científica, II, cap. 4.
[4] Paraíso, XXII, 151.
[5] MIGUEL DE UNAMUNO, «Cartas inéditas de Miguel de Unamuno y Pedro Jiménez Ilundain» [editado por H. Benítez]: Revista de la Universidad de Buenos Aires 3 (9/1949) 135.150.
[6] SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de Juan, 45, 2: PL 35,1720.
[7] A. FOGAZZARO, «A Sera», en Le poesie (Mondadori, Milán 1935) 194-197.
[8] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q.24, a.3, ad 2.
[9] SAN AGUSTÍN, Sermo 378, 1: PL 39,1673.
[10] N. CABASILAS, Vita in Cristo, I, 1-2 [trad. esp. La vida en Cristo (Rialp, Madrid 1999)].
[11] Leyenda de Perusa, 43.
[12] Oración colecta del XXI Domingo del tiempo ordinario.
 

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