El lugar del escritor

17 de junio de 2021

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El aquelarre que le montaron hace unas semanas a la escritora Ana Iris Simón, después de que tuviera la gallardía de soltar algunos juicios incómodos en un sarao sistémico, nos sirve para reflexionar sobre la difícil posición en que se halla el escritor. Habría que empezar señalando que los juicios lanzados por la escritora en aquel sarao no pueden calificarse de ‘disolventes’ o ‘subversivos’; por el contrario, eran juicios bastante fundados en el sentido común, que a la vez que denunciaban la devastación perpetrada por el capitalismo global en las comunidades humanas exaltaban el arraigo y los vínculos humanos. Y, además, estaban formulados con una extrema prudencia, casi con temor reverencial hacia los dogmas establecidos, que se percibió sobre todo en su interpretación puramente economicista de las causas del invierno demográfico que padecemos (obviando las causas culturales y espirituales más profundas).

Pero, pese a la moderación de sus juicios y las prudencias adoptadas en la expresión, Ana Iris Simón fue crucificada por los jenízaros de las esencias izquierdistas, que enardecieron a sus hordas de zoquetes, caracterizándola peyorativamente como ‘rojiparda’. Pero este intento de enjaular a la escritora con etiquetas infamantes (tan característico de gentes «que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos», según denunciase Cervantes) nos revela, sobre todo, que el escritor ha perdido por completo su lugar en una época cada vez más fanatizada, que en lugar de redimirse de los maniqueísmos circulantes mirándose en las personas que los desafían exige que esas personas los adopten también, que se rindan ante ellos, que los profesen a machamartillo, que los abracen orgullosamente.

La realidad es que todo escritor digno de tal nombre es refractario a las etiquetas porque contempla el mundo desde una mirada propia. Cuando el escritor adopta una mirada ajena (sea la de una moda estética o la de una ideología en boga) podrá, desde luego, escribir novelitas sistémicas que se vendan mucho o repetir como un lorito consignas que aplaudan tal o cual tribu política; pero habrá dejado de ser auténtico escritor. Si repasamos los grandes nombres de nuestra literatura, comprobaremos que todos ellos quebraron las etiquetas que el mundo pretendía adjudicarles; y también que esta quiebra era percibida por los jenízaros de la época como una afrenta. Así ocurrió, por ejemplo, con nuestros grandes místicos Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, a quienes siempre persiguió la acusación de herejía. Y así ocurrió también con los grandes autores del 98, muy principalmente con Unamuno y Valle-Inclán, a quienes tantas veces intentaron patrimonializar desde tendencias ideológicas dispares y antípodas. Y, todavía hoy, los expertos que analizan la obra de Cervantes no aciertan a definir si era un escritor erasmista, judaizante o criptoprotestante; y todo ello porque tienen una visión por completo errónea, esquemática y caricaturesca de la Contrarreforma, en la cual no pueden meter a Cervantes sin desvirtuarlo. Todos nuestros grandes escritores son, de algún modo, ‘rojipardos’ porque desafían las convenciones establecidas en su época, porque rompen las costuras de las adscripciones mostrencas, porque osan desafiar las consignas que los jenízaros imponen, porque se burlan u osan refutar los falsos dogmas imperantes, porque se sitúan en un territorio incómodo donde con frecuencia deben resignarse a estar solos. La misión de un verdadero escritor no es adherirse a los discursos establecidos ni adoptar un lenguaje que a nadie moleste, como hacen los escritorzuelos sistémicos; su misión consiste en someter a controversia esos discursos establecidos y adoptar un lenguaje siempre molesto que haga rabiar a sus contemporáneos (no en el sentido banal de proferir machadas, claro está, sino en el de atreverse a designar los tabúes propios de la época).

En una época tan envenenada por el maniqueísmo como la nuestra, el escritor corre el riesgo de que los fanáticos de un negociado lo demonicen, mientras los fanáticos del negociado adverso prueban a darle el abrazo del oso; y también, en su esfuerzo por liberarse de ese abrazo del oso, puede acabar inclinando la testuz ante los fanáticos del negociado que primero lo demonizó. Pero el escritor consciente de su lugar en el mundo tiene que estar prevenido contra tales asechanzas y tentaciones; tiene que reunir el valor suficiente para adentrarse en el desierto, donde al principio la soledad lo angustia. Al llegar la noche, sin embargo, el escritor consciente de su lugar en el mundo enciende una hoguera y, misteriosamente, descubre que otros solitarios que también cruzan el desierto se acercan al resplandor de su hoguera, en busca de compañía.

 

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