Hasta luego mamá: tu pasaporte son tus hijos sacerdotes

18 de julio de 2013

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Deseo compartir con los amigos de Portaluz.org las palabras que pronuncié al finalizar la Misa exequial de mi madre celebrada en la Basílica de Don Bosco en ciudad de Panamá.  (Extracto)
 
Hace 45 años en este mismo templo, mi hermano Marlo, mi madre Aura y un servidor, nos reunimos para despedir los restos mortales de mi padre Francisco. Fue un momento sensible y difícil, pero al mismo tiempo, lleno de luz y de esperanza, a razón de la fe cristiana católica que mis padres desde pequeño me inculcaron. En aquel entonces mi hermano tenía 10 años y un servidor acababa de cumplir 13. Mi padre murió justo el día de mi cumpleaños. Mi madre tenía entonces 53 años, y a esa edad, aceptó el reto de educar sola a sus dos únicos hijos.
 
Me gustaría destacar, que el único hombre en la vida de madre fue mi papá; a quien siempre amó hasta el fin de su vida y, de igual modo, nos ensenó amarlo y tenerlo como ejemplo de virtud, porque como nos decía: “El padre de ustedes y yo nos llevábamos también, que nunca tuvimos una sola discusión, y nunca nos dejamos de amar.”

Para nuestra madre no fue fácil educar dos hijos varones en la etapa más difícil del desarrollo biológico. Tuvo que trabajar muy duro para sostenernos y cubrir económicamente los gastos básicos de alimentación, vestidos, salud y educación cultural. No pudo tener un empleo bien remunerado porque no pudo terminar sus estudios secundarios —y menos los universitarios—, toda vez que siendo ella, la mayor de sus hermanos, tuvo que trabajar desde muy pequeña como modista, para ayudar a los gastos de su casa y, de esta manera, ayudar a sufragar los gastos de su madre y de sus 4 hermanos más pequeños.
 
De la vida de piedad de nuestra madre puedo recordar su fiel devoción a la Eucaristía. No recuerdo que mi madre haya faltado un solo domingo a Misa, a la cual gustaba llevarnos, inclusive en días de semana, y con la dificultad que para llegar al templo teníamos que caminar más de un kilómetro. Cuando en nuestra adolescencia, por algún motivo el domingo no acudíamos a Misa, gustaba repetirnos toda la homilía del sacerdote, y de esa manera, despertaba el interés para que no faltáramos al precepto el siguiente domingo. Cuando quedó viuda, y comenzamos a dormir los tres en la misma habitación, me di cuenta que mi madre nunca se dormía sin rezar el santo rosario, fuera la hora que fuera, o estuviese muy cansada.
 
Nos inculcó además una sólita devoción a la santísima Virgen María: primero bajo la advocación de la Virgen del Carmen, luego de María Auxiliadora, pero luego nos hablaba de las apariciones de la Virgen de Fátima y de Guadalupe.
 
En casa no teníamos empleada (sirvienta), por lo que nuestra madre, después de trabajar 8 horas diarias en los diferentes trabajos que tuvo, llegaba a casa para cocinar, lavar —a veces también planchar— para luego sentarse con nosotros a repasar las tareas del colegio.
 
Como mi madre cocinaba todos los días, a nosotros nos tocaba barrer, trapear, fregar los platos y regar las plantas. Cuando finalmente comencé a trabajar y aportaba dinero para el sostenimiento de la casa, un día le dije que estaba sintiendo en mi corazón fuertemente la llamada del Señor para ser sacerdote y que me gustaría entrar en el Seminario. Ella bajó la cabeza y me dijo con lágrimas en sus ojos: “Si esa es la voluntad de Dios mijito, yo la acepto y te apoyo en tu decisión, pero sólo te pido que seas un buen sacerdote”. El día que me ordené mi madre fue la primera persona que me abrazó para decirme: “hijo mío: ahora comienzas a sufrir, pero no te desanimes nunca “papacito”, Dios y la Virgen nunca te abandonarán y siempre contarás con mis oraciones y mi apoyo.”

Cuando me dieron mi primer nombramiento como vicario parroquial de la Cuasi Parroquia de la Medalla Milagrosa en san Miguelito, mi madre tomó el hábito de ir a mi Misa todos los sábados, y a veces también los domingos, para escuchar la Misa de su hijo sacerdote. Tomaba un autobús desde Río Abajo hasta Veranillo —ella sola—, para participar de la Misa. Recuerdo que muchas veces era la primer en llegar. Yo le decía: “mamá, por favor, no vengas hasta acá, te expones al peligro”. Pero me contestaba: “Déjame, no es cualquiera madre que puede escuchar la Misa de su hijo”. Al finalizar la celebración, yo tenía la costumbre de exponer el Santísimo y me metía al confesonario para confesar. Y ¿¡cuál fue mi sorpresa que en uno de aquellos sábados —estando yo recién ordenado sacerdote—, la primera persona en entrar al confesonario fue precisamente mi madre!? Y de colmo me dice aquella vez: “quiero hacer una confesión general de toda su vida, hijito”. En ese momento no pude contener las lágrimas y no sabía qué hacer. Me sentía entre la espada y la pared, con un nudo en la garganta, tembloroso. Como sacerdote la tenía que escuchar, pero como hijo era yo quien tenía que pedirle perdón por todas mis faltas. Al fin, dejé que se confesara. Le aconsejé como pude y le di la absolución. Pero después, aproveché también yo para “confesarme” con ella, y volverle a pedir perdón por todas mis faltas como hijo. Recuerdo muy bien que me dijo ese día: “antes que me pidieras perdón por cada una de tus faltas, yo siempre te perdoné todo con todo mi corazón”. Luego le pedí su bendición y al final nos abrazamos y lloramos. Esta escena se repitió varias veces en la confesión. Y como muchos saben, Marlo y yo cada año le administrábamos el sacramento de la Unción de los enfermos. También lo pudimos hacer dos veces antes de fallecer. 
 
Hasta antes que mi madre cayera enferma a principios de junio de este año —a sus 97 años— bajaba todos los 20 escalones para asistir a la Misa de mi hermano y poder comulgar. Después de la celebración le tocaba contar el dinero de la colecta para ser depositado al día siguiente en el banco. A veces yo necesitaba dinero para ponerle diesel al auto y, de esta manera, poder llegar a mi Parroquia. Entonces, le tenía que pedir y le decía: “por favor: dame de la colecta $10.00 porque no tengo un centavo y tengo que ponerle combustible al auto. Pero me decía: “de la colecta, jamás”. Se levantaba de donde contaba el dinero y me lo daba de su billetera: justo los $10.00. Alguna vez cuando la Misa me tocaba celebrarla yo, y me faltaba dinero para el combustible, le decía: “mama, dame de la colecta porque yo celebré la Misa y ni siquiera me han dado el estipendio; no me des de tus ahorros”. Pero me contestaba: “No. De la colecta no te puedo dar. ¿Eso no es lo que tú le enseñas a la gente? Y volvía a su billetera para dármelo de su pensión. 
 
En ocasiones cuando mi hermano y yo celebrábamos la Misa el mismo día, ella gustaba ir a ambas celebraciones. Yo le decía: “pero, si ya oíste Misa, por qué vas dos veces? Me respondía: “No tengo derecho de ir dos veces a Misa? Recuerda que una la celebraste tu y la otra tu hermano”. No te metas en mis decisiones”.

Como conclusión, quiero hacer una exhortación a las madres y abuelas aquí presentes. Por favor: incúlquenles la vocación sacerdotal a sus hijos y nietos, y la vocación religiosa a sus hijas y nietas. Mi madre no tuvo nietos, hago la salvedad que nuestro apellido murió con nuestro sacerdocio, pero eso no nos importa a nosotros, ni le importaba a muestra madre, porque para ella como para nosotros, lo que importa es la salvación de las almas.
 
Estoy seguro que cuando mi madre entró en el Paraíso el Señor la recompensó de inmediato con la visión beatífica, porque no entró con las manos vacías. La penúltima palabra que mi madre me dijo antes de morir fue: “ustedes dos sacerdotes son mis dos corazones”. De seguro este fue su pasaporte para la vida eterna: dos hijos sacerdotes, y las almas que nosotros podemos introducir en el Paraíso.
 
“Hasta luego Mamá, y gracias por cuanto hiciste por nosotros. Nunca te dejaremos de amar en esta tierra y estarás siempre presente al momento de ofrecer en el altar el Sacrificio de Cristo por nuestros pecados.
 

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