Católicos desorientados

06 de junio de 2014

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Un católico pierde el norte de su vida cuando sucumbe al materialismo, cuando se deja atrapar por las modas, cuando mendiga fuera de su propia Iglesia lo que encontraría en ella con mejor formación y con una auténtica vida de sacramentos.
 
Lo que acabamos de describir ocurre con más frecuencia de lo que imaginamos. Hay bautizados que casi no leen el Evangelio, pero que consultan los horóscopos. O que no van a misa cada semana, pero acuden a centros y cursos de técnicas confusas, incluso esotéricas y claramente contrarias a la fe. O que no saben distinguir entre un pecado mortal y un pecado venial, pero repiten mantras o aprenden posturas para “relajarse” que vienen de un Oriente muchas veces ajeno al cristianismo.
 
Hay católicos así, desorientados, porque falta fe, porque no hay una opción decidida por Cristo y por sus enseñanzas, porque no se confía en la Providencia del Padre, porque se vive según las impresiones del momento o según los consejos de los amigos.
 
Frente a tanta confusión, hace falta promover un serio estudio de la fe. Aprender a leer la Biblia, estudiar el Catecismo de la Iglesia católica, conocer los concilios que van desde Nicea hasta el Vaticano II: son requisitos para empezar a vivir, de verdad, como hijos de la Iglesia.
Además, hay que acercarse a los Santos Padres y a tantos santos y santas que a lo largo de los siglos han presentado caminos de espiritualidad muy hermosos, porque nacen directamente del Evangelio. Nombres como san Agustín, san Atanasio, san Doroteo de Gaza, san Bernardo, santo Tomás de Aquino, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Juan de Ávila, san Pedro de Alcántara, san Francisco de Sales, deberían convertirse en compañeros cercanos y en alimento para nuestras almas.
 
Desde una vida de oración sencilla y auténtica, con el compromiso sincero de vivir para Dios y para los hermanos, será posible superar tantas desorientaciones que amenazan nuestra fe. Entonces llegaremos a ser auténticos discípulos de quien dio su Cuerpo y su Sangre para salvarnos del pecado y hacernos hijos del mismo Padre.

 

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