La necesidad de encuentro en una sociedad polarizada

01 de agosto de 2013

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“Pónganse de acuerdo de una vez y dejen de pelear”. Esta frase creo que la hemos escuchado desde la niñez, comenzando por el seno del hogar, en el colegio, entre los amigos, en un equipo deportivo, en el matrimonio y el trabajo. Pero ahora, más que nunca, resuena en el seno de la comunidad.

Es que hablamos de que nuestra sociedad está cada día más intolerante, crispada, agresiva, enfrentada, dividida…al borde siempre de la discusión y la pelea, sea esta verbal o física. Y no estamos hablando de los conflictos que produce de por sí la creciente inseguridad y la delincuencia, sino de cierta discordia colectiva fruto de una mezcla de fracaso, resentimiento, revanchismo, malhumor, fastidio y hasta de odio entre los extremos de la misma, alimentado principalmente desde el poder político y mediático. Y no se trata de una “sensación”, sino de un hecho bien concreto.
 
Concordar es ponerse de acuerdo, al menos en la necesidad de convivir con cierta paz, unidad y armonía. Ya lo anticipó nuestro viejo conocido, el gaucho Martín Fierro: “los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera; tengan unión verdadera, en cualquier tiempo que sea; porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.
 
Hoy la división pareciera estar marcándose y muchos la polarizan entre autócratas y demócratas o entre transgresores y sensatos. Sin embargo, esta vez, se huele también el hartazgo dentro del propio conflicto. Como si, hartos de nosotros mismos, estuviésemos llegando a un extremo de polaridad indeseable, que ya no queremos, porque si continuamos tirando de la cuerda, quizás se corte y se desgaje el corazón social, ese que debe mantenerse latiendo dentro de un mismo suelo, para poder llamarse, primero patria compartida y luego nación constituida.
 
Es tiempo pues de acercarnos, aunque nos cueste aceptarnos o mirarnos a los ojos, o, incluso, escuchar del vecino justo esas palabras que nos hinchan la vena yugular y nos irritan. El acercamiento es un proceso. Dar pequeños pasos, sobre pocos puntos. Reconocer y reconocerse dentro de la misma casa, como salidos del mismo vientre. Luego mirarse a los ojos, hablar con respeto, callarse cuando habla el otro, intentar escuchar, ilusionarse con que se puede aprender algo del otro, que la “otredad” siempre puede concedernos un regalo, algo novedoso. Son pequeñas actitudes, casi bastaría con gestos, un saludo, un darse la mano, una aproximación en un acto compartido.
 
Llegar a la concordia, debiera ser nuestra meta. Para ello, también son necesarios los artífices del acuerdo y dentro de esos artífices, quienes creemos que existe algo más trascendente que la mera existencia humana o que la lucha por el poder, el dinero o la fama; tenemos un rol que cumplir, aunque despertemos sospechas, risas o vergüenza. Nuestro rol debe ser servir donde sea para que se apoyen esos pequeños pasos de concordia, marcar la huella y, si se puede, empujar el primer paso.
 
La fuerza de lo trascendente debe llenarnos de esperanza para combatir el desánimo y rearmar la utopía de la propia identidad. En este sentido, un pensamiento de la madre Teresa de Calcuta puede servirnos de gran ayuda: “La paz y la guerra empiezan en el hogar. Si de verdad queremos que haya paz en el mundo, empecemos por amarnos unos a otros en nuestras propias familias”.
 

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