Crónicas de un obsoleto. "Catalina irrumpe en el Monasterio"

05 de diciembre de 2014

Compartir en:



Me admira su paciencia, querido lector, sigo percibiendo su amable atención, sus señales de asentimiento o de duda. Para uno que es obsoleto y ha caído ya en el canasto de papeles, en el “descarte” como diría nuestro Papa Francisco, toda señal de vida del otro lado es un tónico, una transfusión de energías. Gracias, gracias, de todos modos. Debo apresurarme con mi anuncio de “más noticias”. Cuando uno se mueve en la octava década de la vida los bancos ya no dan crédito, las agencias de viaje se abstienen de enviar folletos de propaganda. Hay que contentarse con el hoy de cada día. Con todo, chances no me faltan. Me explico: En la presente etapa de un mundo al revés, me siento en cierto modo favorecido. Ahora que la gente honrada vive encerrada detrás de sus muros y citófonos, mientras que los delincuentes andan libres; los carabineros son arrinconados mientras que los encapuchados son libres para apedrear a quienes quieran; los profesores son castigados por sus alumnos, mientras que estos son justificados por sus padres; a los médicos se les invita a poner fin a la vida de sus pacientes; mientras que a los otros se les niega hasta la objeción de conciencia; ahora que se elimina el decálogo y se reemplaza por el castigo a la “discriminación” .Y respondo con mi contraofensiva: ¿En tal panorama no habrá llegado la hora en que los obsoletos puedan alegar “palpitante actualidad”? ¿Acaso el evangelio no proclama repetidas veces que “los últimos serán los primeros y los primeros, últimos”?


                En esta tercera crónica le presento, estimado lector, a Catalina Sarmiento, durante largos años residente con marido y cinco criaturas en las alturas de Colliguay, allí donde los niños caminan horas para llegar a la escuela y después volver a sus casasl y ella misma, Catalina, en uno de sus partos difíciles, tuvo que ser rescatada “en helicóptero” para llevarla al hospital Fricke de Viña del Mar. Cuando Catalina me refirió estas circunstancias ya no vivía en Colliguay, sino al lado de nuestro incipiente monasterio de San Benito de Llíu-Llíu, a ocho kilómetros de Limache, provincia de Valparaíso en Chile (Perdone, lector, por no acostumbrarme todavía a eso de “regiones” y persista en el antiguo término, usual ya en el imperio romano, de “provincia”). En una de nuestras primeras misas dominicales en el villorrio de Llíu-Llíu Catalina había irrumpido en nuestra capilla, más o menos a la altura de la primera lectura bíblica, la tomada del Antiguo Testamento y al término de ella  la había rubricado con un retumbante “Amén”. Pero no solamente al cabo de aquella lección bíblica, también en el resto de la misa, cada oración, cada frase importante, suscitaba en ella un entusiasta “Amén”.  Vueltos a la sacristía con mis dos monaguillos, ellos me dieron la información inmediata de que Catalina era “canuta”, término que se usa en Chile para designar a los evangélicos. Al poco rato ella misma se asomó al lugar, me saludó con un generoso abrazo y me contó que efectivamente ella, que había nacido católica y bautizada en la iglesia más antigua de Valparaíso, la de la Matriz, había ido a las prédicas y después a las reuniones de los hermanitos evangélicos, pero que se había retirado después del cambio del pastor, porque el nuevo “no le gustaba”, pero que ahora se reincorporaría “a la Católica”. Por el término que había usado sentí empatía por Catalina, ya que yo también recurría a él cuando los chiquillos me preguntaban en el catecismo de qué club era yo. No simpatizar por algún club de futbol era algo tan inconcebible para los muchachos, que yo, para no escandalizarlos, les decía “soy de la Católica”, que ellos interpretaban como que era partidario del club de la Universidad católica y yo, para mis adentros y con sumo cariño lo refería a la Iglesia católica, apostólica y romana. Catalina, entonces volvió a la misa católica, con todos sus “Aménes” y aun más: me contó que en nuestra misa veía ángeles que ministraban y que  fulgores celestiales bajaban del techo. Pero cierto día Catalina comenzó con afanes diferentes a los habituales: pagó la cuenta del almacén, devolvió a su dueño una silla de montar que le había sido prestada, restituyó unas palanganas de cobre en las cuales solía hacer su dulce de leche, diciéndoles a todos que tenía que prepararse para su fin. A mí me dejó atónito cuando un día después de la misa me había confidenciado que Jesús en persona le había hablado y dicho “Prepárate Katy, porque hasta aquí no más llegaste”. Todo el mundo había tratado de refutarla y de apartarla de su creencia, cuando, como le decíamos todos, “ella se veía tan sanita”. Grande fue entonces el asombro y la conmoción de nuestro humilde villorrio entre los cerros, cuando se supo que  doña Catalina había sido encontrada vestida, arrodillada ante su catre con la frente apoyada en una ajada Biblia y muerta. Los dos monaguillos, el Queno y el Tito, vinieron corriendo y me dijeron que había que tocar las dos campanas del monasterio porque doña Catalina se había ido al cielo.  

¿Qué me dice, mi escéptico lector? Temo que Ud.podría hacer causa común con tantos de mis hermanos sacerdotes, que, ante relatos como éste, responden: “No me gustan las cosas raras”. Pero ¿no predijo el profeta Isaías, siete siglos antes de Cristo, que el Hijo de la Virgen sería llamado “Emmanuel”, es decir “Dios con nosotros”. ¿Qué significa entonces que Dios se muestra como “cercano”  en Jesucristo?

Si esto quizás le ha conmovido espere el próximo episodio.


 

Compartir en:

Portaluz te recomienda