Crónicas de un obsoleto. "Entre cerros"

19 de diciembre de 2014

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Estimados lectores: al término de mi crónica referente al baile religioso “Edificación del templo de Jerusalén”, que presenciamos en la comuna de Limache, les había prometido más noticias sobre la religiosidad popular. Esta vez les hablaré de Rosa Lizama, residente en lo alto de los cerros de Llíu-Llíu, en la comuna de Limache (Chile).

 Estábamos apenas en el tercer año de la construcción de nuestro monasterio de San Benito de Llíu-Llíu, en los últimos días del mes de julio de 1978, cuando se hizo presente el yerno de doña Rosa, Leandro Hermosilla. Venía a caballo, revestido de poncho y chupalla y me traía el recado de doña Rosa de que tuviera a bien llevarle la unción de los enfermos y la santa comunión, pues sentía que iba a partir de este mundo. Hasta entonces no había tenido noticia de Rosa Lizama, ni conocía su rancho, situado en las alturas de los cerros junto a los cuales se encuentra nuestra casa de Dios. Pero ella si sabía que existía nuestra pequeña comunidad y contaba con nosotros. Leandro me explicó cuál era el camino, me advirtió que la casa se encontraba “bastante lejos” y me ofreció enviarme un caballo para el traslado. Le respondí agradeciendo el ofrecimiento y prometiéndole que iría cuanto antes, pero a pie.

El escritor Mariano Latorre, a cuyas clases había asistido en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile había definido en uno de sus libros a nuestro país como “País de Rincones”. Podría haber escrito “País de cerros”, pero habría sido una calificación simplemente geográfica. Pero el título “Chile, país de rincones” es sugerente, misterioso, y responde muy bien a las muchas sorpresas, encantos y novedades que experimenta alguien que tiene la paciencia de caminar por Chile en cualquiera de sus extensas latitudes. Había decidido, pues, subir caminando por los cerros hasta llegar a la casa de Rosa Lizama. Fue un día luminoso, con agradable sol de invierno y discreta brisa a partir del mediodía, aquel 6 de agosto de 1978, en que me ceñí la mochila, provista de algunos panes con queso, agua mineral, el ritual de sacramentos, el libro de la liturgia de las horas y ante todo la píxide con el Sacramento de Cristo, los santos óleos y la estola sacerdotal. Lentamente fui subiendo por el sendero que me había señalado Leandro, rosario en mano. Constaté que una de las maravillas de los senderos de montaña es que sirven por igual a los seres humanos como a las bestias, porque el caballo pone sus patas de tal modo que no requiere mayor anchura. La otra maravilla divina fue el rosario que empuñaba en una mano. Se puede decir que este es uno de los varios inventos de la Virgen María. Deslizando las cuentas por entre el pulgar y el dedo índice se puede rezar por trozos o entero con las “tres casas” como decía la beata Carmen Benavides de Quillota. Ahora que el santo Papa Juan Pablo II introdujo los misterios luminosos habría que decir “cuatro casas”. Si no saben de qué se trata, estimados lectores, les diré que una primera “casa” serían los cinco misterios gozosos, rezando un Padrenuestro y diez Avemarías. La segunda casa consiste en la novedad del Papa Juan Pablo, los misterios luminosos, los que tratan de la vida pública de Nuestro Señor. La tercera “casa” son los cinco misterios dolorosos, los de la Pasión y finalmente la “cuarta casa” está iluminada por los cinco misterios gloriosos, que se ubican más allá de la Resurrección del Señor. Si con esta seca enumeración acaso los he fastidiado, estimados lectores, es sólo para que Uds. experimenten de algún modo mi lenta ascensión por los senderos de los cerros de nuestro Chile. Iba con una alegría inaudita, porque realmente era un día magnífico aquel 6 de agosto de 1978.

El paisaje que me tocó recorrer se ampliaba con cada misterio del rosario cuyas “casas”  exploraba. Primero me tocó  abandonar  el mismo valle de Llíu-Llíu, más bien estrecho, con el gran cerro Tres Puntas al frente: Pero gradualmente se me reveló toda la anchura del valle de Limache con el majestuoso cerro Campana al Norte, en pleno sol. Al rato se perfiló más lejos el cerro Mauco, que marca la desembocadura del río Aconcagua en el océano. Nueva sorpresa a mayor altura de mi rincón: entré en el santuario de un conjunto de palmeras chilenas, aquellas de tronco liso, como patas altas de elefante, que arrojan voluntariamente sus ramas cuando están secas, mientras sus vigoroso cogollo verde en el centro y la cúspide del tronco sigue pujando hacia arriba, donde está la luz. Me hallaba ante la famosa “Jubaea chilensis”, la de la miel y de los apetecidos coquitos. Qué regalo de uno de los rincones de Chile!. Pero no les ocultaré, mis lectores, que no sólo  admiré palmeras cuyas características son una gran parábola y no sólo hablé con Dios y la Virgen María, intercalando intercesiones, especialmente por la señora Rosa, su hija Lucía y el esposo de ella, Leandro, con los dos chiquillos, el Lelo y el Oscar, sino que también tuve mis sentadas a la vera del sendero, probando el consuelo del pan con queso y el agua mineral. ¿Cuánto tiempo me demoré hasta alcanzar la casa de adobe con el techo de cinc, cubierto de mazorcas de maíz para que allí se secaran? No puedo decirlo, porque, como dice la gente, “estaba en otra” mientras caminaba explorando uno de los misteriosos de nuestro país.

La casa de doña Rosa, en lo alto de una explanada, presidía todo el amplio valle y los árboles frutales que la rodeaban y los campos de maíz no estorbaban la vista hacia el glorioso cerro de la Campana, unido hacia el Este con el cerro Peregrinos. Andaban sueltas numerosas gallinas, picoteando el suelo, dos muchachuelos jugaban con sus perros y una cabra tiraba de la cuerda que la tenía atada a un poste. Al ladrar los perros, Rosa Lizama en persona salió de su casa y me saludó con sencillez. Tenía los cabellos blancos, pero no se veía doliente, yo le alabé la vista de su vivienda y le expresé que me alegraba de verla tan alentada. “Las apariencias engañan” me objetó dubitativa. Salió también su hija Lucía y ambas mujeres me invitaron a pasar a las habitaciones. Eran estas de piso de tierra apisonada, brillante y limpia y de ventanas pequeñas, cubiertas de cortinas cuadriculadas. Amablemente me señaló una silla, arrimando a ella un viejo reclinatorio. Cuando le manifesté mi admiración por el mueble de manufactura típicamente decimonónica, me reveló que se lo había regalado la señora Laura Fuenzalida, dama del Cerro Alegre de Valparaíso, a quien había servido en su juventud. Lucía, la hija, colocó a mi lado un vaso de agua limpia y un pan amasado con una gruesa tajada de dulce de membrillo y salió de la sala. En la confesión siguiente me enteré de que hacía cuarenta años Rosa vivía con su hija, su yerno y los nietecitos en este lugar y que había bajado sólo una vez al año “al pueblo”, siempre en el día de Santa María de las Cuarenta Horas en Limache. Recorrimos un poco toda su vida de estrictez eremítica, le di la absolución, seguimos con la unción de enfermos y la comunión. Doña Rosa siguió en su reclinatorio, muy recogida. Me levanté, me saqué la estola sacerdotal y comencé a poner en orden mis libros e instrumentos sacros en mi mochila y busqué la puerta para llamar a su hija Lucía. Alcé la vista y vi a Rosa en su reclinatorio, con los dedos de la mano entrelazados, los ojos cerrados y con todo su rostro luminoso. Su boca con una leve sonrisa. Asombrado le susurré a su hija: “Mire cómo está la abuelita”. Ella me respondió con los mismos susurros: “Es que cuando chica estuvo con las monjas”. Opté por arrodillarme en el suelo de tierra apisonada. Lucía hizo lo mismo y me puso una alfombrita de gruesa lana bajo mis rodillas. Permanecimos en el mismo silencio de Rosa, sólo una mosca se echó al vuelo zumbando. De improviso se abrió la puerta y entró corriendo uno de los niños, creo que fue Oscarito, quiso decir algo, su mamá lo hizo callar y él se arrodilló al lado de ella, atónito. Nos quedamos así, rezando en silencio, respetando la callada celebración mística de Rosa, mientras resonaba el zumbido de la mosca. Como el tiempo transcurría sin variación, opté por levantarme y salir, junto con Lucía y su hijito. Me despedí de ellos casi sin palabras, Lucía comprendió que éstas no me salían. Calé la mochila y eché a andar. En una de las curvas del sendero me senté, saqué mi Liturgia de las horas y recé vísperas, cuyo cántico es el “Proclama mi alma” de la madre de Jesús. Al llegar al monasterio los hermanos dijeron que habían recibido la noticia del fallecimiento del bienaventurado Papa Pablo VI en su residencia de Castelgandolfo. Al día siguiente pude leer su magnífico testamento espiritual.

 “En aquel tiempo Jesús, tomando a Pedro, a Juan y a Santiago, subió a un monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó, su vestido se volvió blanco y resplandeciente” (Lc.9,28-29).


 

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