Tomás Moro, Mario Fernández, Cote´ Ossandón y Cía.

19 de agosto de 2016

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A comienzos del siglo XVI, santo Tomás Moro vive parte de su vida aun en un mundo en que la fe y la ciencia, la piedad y la filosofía, no se han separado. Los investigadores, los hombres de ciencia son al mismo tiempo hombres de Iglesia, con sacerdotes y directores espirituales ortodoxos.

Vivió durante su juventud bastante tiempo en la cartuja de Londres (1499-1503). La regla de la Orden prohibía la permanencia dentro de él a quienes no eran religiosos, pero en 1490 se permitió que varones solteros pudiesen vivir en la cartuja como huéspedes. Así, Tomas Moro participaba de la Santa Misa, las meditaciones, lecturas y prácticas de penitencia de los monjes.

Moro se entregó a una especie de “doble vida” en una relación de unión con la vida contemplativa y ascética de la cartuja y al mismo tiempo al estudio del derecho, a las conferencias y la vida social. Eran tiempos en que no existía aún la posibilidad canónico-jurídica de ser contemplativo en medio del mundo.

El ascetismo de Moro era muy natural y disimulado, nunca amargo. Su espíritu de pobreza no es para avergonzar a su entorno sino para animarle. Decía el santo “Si mi Señor, mi hermano y amigo, se ha alimentado y vestido de manera muy sencilla; si ha habitado y dormido de la manera más humilde, yo no puedo darme a la glotonería y a la pompa y al lujo”. Además, quien deseaba un ejemplo de amistad perfecto no lo encontraba en nadie mejor que en Moro, por su alegría, confianza, benevolencia y tacto.

En casa del santo se notaba la imitación de Cristo en detalles, por ejemplo rezaba cada vez que en su casa había una mujer con dolores de parto, hasta recibir la noticia del buen final del nacimiento. Visitaba de noche a los más pobres y los alimentaba, e invitaba a almorzar a su mesa a los campesinos.

Fue un abogado brillante. Erasmo dice de él: “Cuando aún vivía de su bufete de abogados daba a todos consejo afable y sincero, preocupado más por el beneficio del cliente que por el propio; normalmente los persuadía de olvidarse del pleito porque esto les iba a resultar más barato; si no lo lograba, por lo menos les mostraba cómo procesar de manera menos costosa… ejerció como juez civil y nadie llevó tantos procesos a término”. Abogado, juez y además profesor de derecho de Furnivall’s Inn.

Fue un defensor de la doctrina tradicional de la Iglesia y detectando que las ideas del protestantismo eran tan escandalosas que, de imponerse y triunfar, resultaría una catástrofe enorme para la humanidad, redactó varios escritos en respuesta a la herejía protestante.

Su unidad de vida lo llevó a no reconocer como legitimo el matrimonio del rey con Ana Bolena, sabiendo que la consecuencia de ello era la muerte segura. Señaló en ese momento que “la acusación en su contra de alta traición se basaba en una ley del parlamento que está en directa contradicción con las leyes de Dios y de su Santa Iglesia cuya suprema dirección no debe pretender arrogársela ningún soberano, por ninguna ley… por esto no es una ley por la que un cristiano pueda acusar a otro cristiano”.

En lo profundo de su corazón y antes de su muerte, por obedecer primero a Dios antes que a los hombres dijo “Así como me regalas, buen y clemente Señor, la gracia de reconocer mis pecados, concédeme también que me duela de ellos no sólo en palabras, sino también de profundo corazón, y me desdiga enteramente de ellos. Perdóname también aquellos pecados que por mi propia culpa, por mis malas cualidades y bajas costumbres no reconozco como tales, puesto que mi razón está cegada por la sensualidad. Ilumina, Señor, mi corazón, concédeme la gracia para conocer y ver todos los pecados, y perdona aquellos que olvidé por descuido, recuérdamelos en tu clemencia para que sea completamente purificados de ellos”.

A minutos de su muerte concluyó “Muero como fiel servidor del rey, pero antes, como servidor de Dios”. Se arrodilló para rezar el salmo 50, abrazó al verdugo, que según la costumbre le pedía perdón arrodillado, se vendó a sí mismo los ojos con un pequeño pañuelo que traía consigo y puso el cuello sobre la madera.

Sir Tomás Moro era lo más alejado de lo que hoy se entiende por “moderadito”. Juan Manuel de Prada dice que al “moderadito” las afirmaciones o negaciones netas le provocan horror, porque lo obligan a tomar partido; prefiere las opiniones que picotean de todos los cestos, las expresiones brumosas, el sincretismo ambiguo, la borrosidad huera, la perogrullada, el mamoneo, el matiz.

Es ese matiz, esa expresión ambigua la que lleva en su adn político Mario Fernández, cuando afirma que no está a favor del aborto, pero sí de su despenalización y da su apoyo a todo el programa de gobierno de Michel Bachelet (aborto, ideología de género, matrimonio homosexual, etc.). Le provoca horror una afirmación neta de defensa por la vida inocente, y prefiere la opinión brumosa, la ambigüedad de la “despenalización” cuya otra cara de la moneda es la legitimación.

Sucede algo similar con Manuel José Ossandón, que ha afirmado que por ser católico está de acuerdo en que los transexuales se cambien de nombre en el Registro Civil, porque “deben desarrollarse en la sociedad”. Según el político, que una persona transexual de 40 años pueda cambiarse de sexo, es ser efectivamente “católico”.

Y es que cuando la corrupción política y moral está tan extendida, se convierte en lo que señalaba Hannah Arendt, un “hongo” que pudre toda la superficie y puede tocar a todos, y sobre algunos con mayor profundidad. No es fácil ser virtuoso en una sociedad así de corrupta, y hoy ser la excepción implica heroísmo. Es el heroísmo que conlleva preferir padecer la injusticia antes que cometerla, como nos enseñó santo Tomás Moro con el derramamiento de su propia sangre.

Quien apoya leyes inmorales por miedo a perder un puesto, apoyo político, o se aleja del congreso para “abstenerse” de votar evitando inconvenientes en su carrera política, esquivando la posibilidad de ser tildado como fundamentalista, abdica y deja de ser fiel a Dios, cuya raíz está en un exceso de consideración a la opinión de otros hombres sobre sí mismo, y una débil atención a Dios.

 

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