Padeció al extremo por ser hija de una monja y posesa del demonio. Hoy es beata protectora de los exorcistas

09 de abril de 2021

En su soledad se consolaba con el rezo del rosario, recitando salmos y oraciones compuestas por ella misma.

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Desde que nació en Padua (Italia) y durante toda su vida, Lucrezia Bellini enfrentaría un duro estigma. Era la hija de dos amantes: Maddalena Cavalcabò, una libertina monja del Monasterio de San Prosdocimo y un adúltero escudero de la ciudad, Bartolomeo Bellini. Pero no sería su única cruz, porque tras cumplir cuatro años y hasta poco antes de morir, el cuerpo de Lucrezia sería poseído por Satanás y sus demonios. Ella afrontó todas estas tribulaciones aferrándose con fe a Cristo.
 


El escándalo que desató su nacimiento en Padua forzó a que la madre de Lucrezia abandonase el Monasterio. Cuando la niña cumplió siete años, su padre la entregó al cuidado del mismo Monasterio donde había vivido su madre, cuya abadesa y varias monjas de la comunidad, eran conocidas por sus excesos. Recién tras la muerte de la abadesa el obispo Jacopo Zeno intervino el Monasterio. Todas las monjas y niñas que se educaban en el lugar regresaron a sus hogares. Lucrezia no tenía donde ir y permaneció allí.
 
A las pocas semanas llegó al Monasterio una nueva comunidad de monjas; eran benedictinas procedentes del convento de S. María de la Misericordia, bajo la guía de la abadesa Giustina de Lazzara. Lucrecia, ya con dieciocho años, pidió entonces entrar a esta Orden y un 15 de enero tomó el hábito benedictino, eligiendo por nombre: Eustochio. Fue entonces que el demonio, quien durante algún tiempo la había dejado en paz, hizo manifiesta su posesión del cuerpo de la joven.
 
Contra su voluntad, Eustochio realizaba diversos actos contrarios a la Regla de san Benito; llegando a manifestarse en ella Satanás de forma tan violenta que las hermanas -aterrorizadas e ignorantes de los recursos dados por Cristo para tal batalla-, decidieron atarla durante muchos días a una columna. La joven, aunque no siempre podía tener el dominio de su cuerpo, ofrecía a Cristo este padecimiento orando por ayuda a la Virgen, a San Jerónimo y San Lucas, de quienes era devota.
 
Pasados algunos días y viéndola serena, liberaron a la joven de la columna. A las pocas horas la abadesa enfermó sin causa aparente y las abusivas monjas no dudaron en acusar a Eustochio de brujería, encerrándola luego en una celda durante tres meses a pan y agua. Lejos de guardar rencor o victimizarse, la joven novicia ofrecía en oración sus padecimientos rogando a Dios misericordia para su madre y su padre, que la habían concebido de forma ajena a las enseñanzas de Jesús en los Evangelios. En su soledad Eustochio se consolaba con el rezo del rosario, recitando salmos y oraciones compuestas por ella misma.
 
Una vez liberada, volvió a ser atormentada por el demonio, con flagelaciones sangrientas, vómitos incontrolables y otros extraños sufrimientos que soportó con intachable paciencia. Esto convenció a las hermanas de sus virtudes y finalmente un 25 de marzo fue admitida a la profesión solemne y como era costumbre en la época, dos años después se le impuso el velo negro de las benedictinas.
 
Su vida no fue larga. Había sido una mujer de gran belleza que las posesiones diabólicas, las enfermedades, ayunos y penitencias, habían reducido a un esqueleto viviente; de hecho, los últimos años de su vida los pasó casi siempre en la cama, enferma, absorta en la oración y la meditación de la Pasión de Jesús.
 
Murió en paz y gracia de Dios a los 25 años, el 13 de febrero de 1469. Tras recibir los últimos sacramentos Cristo permitió que el demonio la dejase en paz y su rostro recuperó la belleza que Dios Padre creador le regalaba. Cuatro años después de su muerte, el cuerpo fue exhumado del primitivo sepulcro. Acto seguido, el espacio que había albergado su cuerpo comenzó a llenarse con un agua cristalina que fue medio para muchos milagros.


 
Hoy, sus restos se conservan en urna de cristal sobre un altar de mármol en la Iglesia San Pietro de Padua. El retablo superior contiene una bella obra de Eugenio Guglielmi (s. XIX) que muestra a la virgen y beata benedictina Eustochio pisoteando al diablo. El Papa Clemente XIII, la proclamó beata en 1760. Su fiesta religiosa se oficia hasta hoy en la diócesis de Padua el 13 de febrero, siendo aclamada por sacerdotes y fieles como protectora de los exorcistas.

 

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