Amar vence la muerte

Las bendiciones de tener una hija en el cielo

06 de noviembre de 2015

Un testimonio que da homenaje a toda madre y destaca las gracias de amor que Dios puede regalar en ellas a toda la humanidad, cuando viven "aferradas a la Virgen". Padre Pío es también cómplice invitado en esta historia.

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“Son increíbles las bendiciones que hemos recibido. Si te las cuento nos quedamos hablando todo el día”, dice Piccola Dowling. Ella es una madre inmigrante del Perú que vive en Estados Unidos desde hace 12 años. Quien la escucha y le ve sonreír, con la dulce melodía del acento de origen, podría concluir que esta mujer no conoce el dolor. Pero en su historia el sufrimiento ha hecho escuela.

En enero pasado Piccola perdió a su hija Astrid de 21 años, después de que la joven padeciera de bronquiolitis obliterante, una delicada enfermedad en los pulmones. Astrid contrajo esta enfermedad cuando tenía ocho años. Las esperanzas de seguir viviendo se esfumaron ante la falta de un donante para recibir un segundo trasplante de pulmón.

Recibió primero un tratamiento en el hospital de Stanford en California. Allí le dijeron que no sobreviviría más allá de la navidad de 2010. Pero la familia Dowling se trasladó a Colorado para que la joven recibiera un nuevo tratamiento en el Hospital University of Colorado, que le permitió vivir unos años más de lo que había indicado el primer pronóstico.

La joven estaba feliz con sus estudios de diseño en el Community College de Denver. Poco le importaba verse obligada a llevar un tanque de oxígeno; ella era un signo vivo de esperanza, alcanzando además las mejores calificaciones de su promoción. En otro hecho que señalaría cuánto había madurado el alma de la joven, Astrid sorprendió este año 2013 a su familia pidiéndoles celebrar el que sería su último cumpleaños (aunque nadie lo sabía entonces), compartiendo con los más necesitados, llevándoles comida a hombres y mujeres que sufren viviendo en la calle.

Camino al hogar del Padre

Fue en enero de 2014 cuando su salud se deterioró. Lograba una capacidad pulmonar de solo un once por ciento y se vio forzada a permanecer en silla de ruedas. “La sensación de asfixia la consumía y sufría por ello”, describe Piccola, su madre, quien confiesa haber recibido de su hija además una gran lección de humildad, pues la joven casi ni se quejaba y además, en lugar de preguntarse “¿Por qué me pasa esto a mí?”, solía conmoverse con el dolor del prójimo diciendo a su madre: “¿Por qué le tendría que pasar a otra persona y no a mí?”

Astrid tenía una devoción especial por san Pío de Pietrelcina. La mañana antes de fallecer, cuando casi ya no podía hablar, se incorporó en su cama y con voz fuerte dijo: “Padre Pío, ¡reza por mí!”. Luego oró con su familia la Coronilla de la Divina Misericordia. “Ella tomaba sus respiros. Se ahogaba y se asfixiaba. Sus ojos perdían luz y su voz se secaba. Sus últimas palabras fueron: Perdón, perdón”, narra Piccola, quien asegura: “El Padre Pío vino por ella”. Al poco rato Astrid falleció, ese 9 de enero, luego de recibir la bendición del padre Padre Gus Steward de la diócesis de Colorado Springs.
 
Lecciones que da el dolor

¿Qué se puede aprender de una experiencia como ver sufrir y morir a tu propia hija? Se pregunta Piccola. Ella misma lo responde: “Esto nos ha abierto el corazón, nos ha llenado de tanto amor que tenemos los ojos clavados en Dios. Mi esposo ahora es Caballero de Colón y rezamos el rosario juntos una vez por semana. Es maravilloso lo que Astrid nos ha dejado. Nos ha abierto un canal al cielo del que nos llegan tantas gracias y tanto amor de Dios”.

Y el dolor también saca la nobleza de las personas que quizás en otro momento podría permanecer oculta. Piccola comenta que en medio de la enfermedad de su hija brilló más el amor de su esposo Jeremy quien “ha sacrificado su propio sufrimiento para que yo no sufra tanto, ni las chicas”. También agradece la compañía del Padre Gus: “Se convirtió en un padre espiritual. A mis hijas no las dejó perderse en el dolor sino más bien les enseñó a que éste las acercara más a Dios. Luego aceptó ser mi director espiritual”.

Esta madre está convencida de que Astrid la acompaña desde el cielo: “Siento su presencia cuando voy a misa, cuando entro para adorar al Santísimo, sé que me acompaña porque era lo que hacíamos juntas cuando ella estaba aquí”.

A quien pase por la misma experiencia, Piccola le aconseja “que se aferre a la Virgen porque ella nos entiende mejor que nadie. Ella misma cargó el sufrimiento de su hijo agonizante y muerto. Cada persona nace con una cruz que cargar en diferentes modos… Dios es quien determina ese tiempo. Tal vez Astrid necesitaba rezar más, limpiar los pecados del mundo, tener una unión con Dios intensa. Dios es generoso y cuando uno acepta su voluntad, Él nos levanta, nos llena de fortaleza, paz, gozo, aceptación de llevar la cruz con amor”, asegura.

Y de un dolor tan fuerte pueden salir también muchos buenos frutos. La vida de Piccola estaba volcada a cuidar de su hija. Cuando Astrid falleció, ella quiso entregar ese tiempo ayudando a las religiosas de la comunidad Little Sisters of the Poor (Hermanitas de los Pobres), cuidando ancianos enfermos que están solos y que no han tenido la dicha de contar con una familia que les dé el calor de hogar en sus últimos momentos.
“La muerte –concluye Piccola- como yo la entiendo ahora, no es sino un instante para despertarse en la divinidad de Dios y un día en la perfección de Dios lo vamos a entender. Debemos pedirle a la Virgen que nos bendiga porque no hay muerte sin resurrección”.

 
 
 

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