Crónicas de un obsoleto 33. Internado Nacional Barros Arana

27 de noviembre de 2015

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Estimados lectores:
 
El 3 de marzo de 1944 el farmacéutico don Federico, al embarcar a su esposa Alexia con su hijo el Obsoleto en el tren rápido “La Flecha del Sur”, con destino a la capital, pudo dar por terminadas sus iniciativas en favor de la promoción física y social de su hijo. Lo que aun faltaba lo pensaba dejar confiadamente en las manos del plantel educacional de Santiago, el famoso Internado Barros Arana.
 
El P. Humberto del Verbo Divino, que había preparado al Obsoleto para su Confesión y Primera Comunión, había reaccionado con semblante preocupado al escuchar el nombre del colegio. Ya su lema, “Mens sana in corpore sano”, revelaba la limitación de su radio pedagógico y la ausencia del tema de la fe cristiana. El sacerdote en sus plegarias en favor de su discípulo había confiado en la firmeza de lo que había atesorado en sus frecuentes asistencias a las eucaristías matutinas. En realidad, fue tan solo un delgado hilito de oro entre aquel 3 de marzo de 1944 y el 4 de octubre de 1949, día de San Francisco de Asís (ya sabremos más adelante la razón de esa fecha) el que mantuvo con vida al desprevenido Obsoleto. El ayuno total en  materia de formación cristiana, no sólo lo impuso  el Internado, sino también los fines de semana en el hogar del doctor Otto Hirse y su esposa Adela, ambos con un barniz de luteranismo y médula atea.
 
Por tres años escolares, 1944, 1945 y 1946 -correspondientes a los 15,16 y 17 años de edad-, habría de extenderse el tirocinio de “hombría” del Obsoleto en el Internado y, a decir verdad, fueron felices, simple y chatamente felices, con felicidad de cabro, exento de toda metafísica, sin Eucaristía,   con sesiones de oración en la catedral y las iglesias del centro o de Nuestra Señora de los Ángeles o del Bosque en el barrio alto. La razón de la ausencia de misa derivaba de la costumbre dominical en la casa del Dr. Hirse de desayunos en cama, servidos por la empleada. Como de este modo quedaba quebrado el ayuno eucarístico, la compensación consistía tan solo en las sesiones de oración en las iglesias mencionadas. Sólo en los retornos a Osorno durante las vacaciones era posible reanudar algún hábito de participación en las misas en San Mateo, pero ya la fe venía adelgazada. Muchos fueron los subsidios de devoción y oración que debió suministrar el fiel ángel de la guarda en aquellos años de travesía del desierto de la tibieza.
 
Retornemos a la noche de la llegada e instalación en el dormitorio del curso 4 A en el Internado, a 15 de marzo de 1944. El Obsoleto se sentía como un desconocido entre los compañeros bulliciosos, que ya se conocían de años anteriores. Se vistió calladamente con el pijama, guardó su ropa en el anaquel previsto para cada alumno junto a la cama y lo cerró con el candado. Así se produjo el primer percance: había cerrado el candado dejando las llaves en el bolsillo del pantalón dentro del closet. Con angustia el Obsoleto se dirigió a uno de los muchachos, de apellido Macarini, quien amablemente tironeó la puerta del armario hasta poder introducir su mano y sacar afuera el pantalón con el llavero. Sonriendo le dijo solamente: “No seas tan desconfiado”. Esa había sido la primera palabra que un futuro compañero le decía y en realidad ayudó para dibujar en su ánimo un atisbo de amistad.
 
En la noche se produjo la primera grieta en el muro de la hombría al mojarse la almohada con las lágrimas recordadoras de mamá; pero en la madrugada el Obsoleto logró restaurarla por medio de la ducha fría, ensayada previamente con papá Federico en Osorno. En primer lugar tuvo éxito en adelantar sigilosamente la levantada y deslizarse sin llamar la atención hacia los baños. Las duchas consistían en una suerte de galerías o túneles, de cuyos costados estallaban fuertes chorros de agua fría cuando se giraban las manillas. Había que dejar caer la toalla en torno a la cintura, persignarse, lanzarse al enemigo y correr hasta el fondo del túnel, para después volver y recuperar la toalla y secarse con ella. Cuando sonaba el timbre y se despertaban los compañeros, el Obsoleto ya estaba de vuelta y vistiéndose. Esta operación se tornó cotidiana durante los tres años pasados en Internado. También la primera carta a Osorno (que debían enviarse puntualmente cada dos semanas) informaba a papá Federico: “Misión cumplida con la ducha fría”. La respuesta volvió muy pronto con un: “Bravo, hijo”.

Nuestro curso contaba con unos cuarenta muchachos, todos de provincia, de desiguales talentos pero parejos en risas y chistes. No se hablaba nunca de Dios ni de las cosas divinas, pero la moral  todavía era la post-cristiana, es decir, se regía por los diez mandamientos: negro era negro y blanco era blanco. La disciplina, suficiente como para no perder el tiempo y estudiar medianamente bien. Las clases, correctas; los exámenes, justos; los castigos, moderados. El rector no era muy asiduo sobre la plaza, pero el vicerrector, Sr. Damián Meléndez, era un verdadero padre. Cuando el Obsoleto sentía nostalgia de la mamá y le comenzaba a fallar la hombría, hallaba en la oficina de don Damián palabras consoladoras y siempre un gran pañuelo, que sacaba de su vestón. De los compañeros de curso, que lo apodaban “el gringo”, este recibía como principal atención un gran afán para ponerlo al día en lo que ellos consideraban su principal carencia: ignorancia del futbol e indiferencia frente a un posible vínculo con algún club de aquel deporte. En cuanto a la primera de sus lagunas, resultaron estériles todos los esfuerzos en convertir al Obsoleto en un buen arquero, ya que no lograba impedir el paso a ningún pelotazo y después de que lo hubieran degradado al puesto de “wing” exasperaba a la hinchada  atajando la pelota con las manos. Ausencia completa tuvo la propuesta de que avanzara a “centro forward”. No se le consideraba como un gamo en la carrera, ni pantera en el empuje. Un poco mejor anduvo el Obsoleto en su segundo defecto de no ser adicto a ningún club de futbol. Ya revelamos en una crónica pasada que su astucia le valió para salvarse con la confesión de que le gustaba “la Católica”. Eso sonaba muy bien en el sentido del club de futbol de la Universidad de ese título, pero  el Obsoleto lo relacionaba con su amada Iglesia católica.

Un episodio muy destacado, relacionado también con el futbol del Internado merece ser mencionado aquí. En una pichanga jugada en uno de los patios traseros del colegio, al Obsoleto le vino la idea de mejorar su desmedrada condición de deportista lanzando al aire una mala palabra, en lenguaje chileno un “garabato”. No era su costumbre, ya que papá Federico había predicado siempre que “nunca hay que ensuciarse la boca” y mamá Alexia había puesto tales vocablos en la lista de las palabras “feas”. Pero esa vez el garabato produjo consternación en la muchachada. Se detuvo el movimiento y Macarini gritó: “Esa palabra no te cuaja, gringo” y avanzó poniendo su dedo índice sobre el pecho del Obsoleto. Macarini  se mostraba realmente enojado y el Obsoleto obedeció a su compañero por el resto de su vida.
 
Mejor anduvo el Obsoleto en el ramo de Castellano, como se llamaba en aquella época. El había fundado una “academia literaria”, con horario semanal, secretario de actas, presentación y crítica de trabajos y todo. Tal academia atrajo la presencia esporádica de dos jóvenes profesores del Internado, que se llamaban Nicanor Parra, titular del ramo de Física y Luis Oyarzún, de Filosofía. Como se comprenderá aquellos insignes personajes exigen una nueva crónica.

 

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