Mi clero y el Reino

11 de marzo de 2016

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Mis queridos hermanos sacerdotes:

Pese a que se nos presenta muchas veces el pueblo de Israel como un pueblo rebelde, que no hace caso a los consejos de su Dios, sino que más bien camina en busca de la independencia, cayendo paradójicamente en la misma esclavitud. Pero nuestro Dios no es rencoroso, sino que  por su infinita misericordia, en la plenitud de los tiempos nos da el regalo más grande  que nos puede entregar a la humanidad: habrá encarnación, habrá un nacimiento; habrá perdón, una cruz y la más maravillosa resurrección.

         Jesucristo, el Rostro de la Misericordia del Padre en su lenguaje cercano, empezó  a  hacer nuevas todas las cosas, empezó a hablar de un Reino, de un reino distinto al ya conocido por el pueblo de Israel y mucho más distinto que al poder del imperio dominante.

         A este Reino nuevo no se ingresa ni por la sangre, ni por la tierra donde naciste; se ingresa por la gracia de Dios, simplemente por ser hijos, no hay en este nuevo reino, premio al mérito, eres parte de él sólo por el hecho de haber nacido.

         Los habitantes de este nuevo Reino, por el hecho de ser ciudadanos de él, tenemos algunos privilegios, como el derecho a equivocarte y en este reino hay perdón abundante, tienes derecho a enfermarte y en este reino hay sanación inmediata, tienes derecho a llorar y el mismísimo Rey de este reino corre a consolarte, sin dudarlo, es que ha comenzado la sobreabundancia de la misericordia.

         Y en esta nueva forma de gobierno, el Señor nos eligió a nosotros sacerdotes, nos dio una misión distinta, nos llamó para que comunicáramos al mundo entero que este reino no se ha acabado, que este reino no conoce la palabra fracaso.

         Pero el demonio, fiel a su estilo, nos ha sembrado la duda, la tristeza, nos ha confundido, nos ha hecho olvidar que el mismo Señor nos advirtió que este Reino es imperceptible, que tiene fuerza en sí mismo, que crece al estilo del grano de mostaza, así, sin que nadie lo note, crece y crece. Pero el padre de la confusión y el desorden nos han hecho creer que ya no existe.

                   Nosotros, sacerdotes de la Iglesia que peregrina en Rancagua, hombres creyentes, pedimos para nuestras vidas un sano optimismo cristiano, la gracia de contemplar y maravillarnos por el precioso desarrollo del Reino, pues si este no estuviera:
  1. No tendríamos en nuestras parroquias papás o mamás que buscan un sacramento para su hijo (a).
  2. No tendríamos en nuestras parroquias personas que preguntan por la posibilidad de celebrar el sacramento de la confesión.
  3. No conoceríamos hombres y mujeres que dicen no creer en Dios pero que poseen un corazón noble y un alma limpia
  4. No habría personas que después de hablar mal de nosotros como sacerdotes, nos vienen a buscar cuando hay un familiar enfermo u otro necesita funeral.
  5. No habrían cientos de personas que acuden a las misas de sanación con una gran esperanza.
  6. No tendríamos en nuestras parroquias a esa señora o señor que molestan por mil, porque en su casa probablemente sus hijos ya no los escuchan.
  7. No tendríamos miles de laicos que sacan la voz en favor de la vida, mucho más que todos nosotros juntos.
  8. No tendríamos vocaciones al sacerdocio, pero las tenemos.
      Como nos podemos dar cuenta mis queridos hermanos sacerdotes, el reino crece, tiene un dinamismo propio y lo más esperanzador, es que no depende de usted ni de mí.

         Como somos hombres con una misión específica en este reino, poseemos un regalo más grande que el que pueda ofrecer la mejor municipalidad, tenemos un medicamento más efectivo que el que hay en cualquier farmacia, una terapia más sanadora que mil de las que conocemos, poseemos un arma más poderosa que la bomba atómica, somos parte de un reino tan poderoso que ni el mismo demonio ha podido derribar, todo lo anterior por la sencilla razón de que: ¡ te tenemos a ti Señor!

         Nos llamaste Señor a este ministerio, no porque éramos lo mejor de nuestra Diócesis o por alguna cosa extraordinaria, nos llamaste porque seguramente viste  en nosotros algo de tus apóstoles, algo de Judas, algo de Pedro, algo de Tomás. Nos llamaste conociendo nuestro genio y nuestras heridas, nos elegiste para Ti.

         Y como sabías que íbamos a ser zarandeados por el mismo enemigo de ayer y de hoy, nos pusiste vigilancia día y noche, pues sin antes de pedir auxilio, vienen en nuestra ayuda los ángeles, la corte celestial, la Virgen María y tú mismo no tardas en llegar.

         Nos hiciste tan fuertes que ni el mismo enemigo de este Reino maravilloso puede derribarnos, por ello respondemos de la misma manera como lo hizo el Padre Gabriel Amorth cuando un periodista le preguntó: ¿Le teme usted al demonio? Respondiendo él: ¿yo, temerle a ese animal? Él es quien me tiene miedo, pues yo soy parte del reino de Dios y él no es más que un mono de Dios.

         Así como en el evangelio de Lucas se menciona el “Dedo de Dios” como intervención e irrupción del Dios en el mundo, él mismo ha escrito mis queridos hermanos sacerdotes, vuestros nombres y el mío.

         ¡Gracias Señor por concedernos tan alto privilegio!

 

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