El impactante momento en que Jesús sanó y luego concedió don de sanar a la "Hermana Briege Mckenna"

17 de noviembre de 2017

Enviada a dar testimonio en especial a sacerdotes y obispos: "¡El poder del Espíritu Santo que sana se ofrece a todos a través de la Eucaristía!"

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Por fe los creyentes  afirman la omnipotencia de Dios, aunque no todos son conscientes de haber recibido o ser instrumento de auténticos milagros… como le ocurre a Briege Mckenna, nacida en el condado de Armagh -tierra de celtas y cuna del catolicismo Irlandés-, el domingo de Pentecostés de 1946.

Briege -cuyo testimonio recoge el libro Miracles Do Happen- perdió a su madre cuando sólo tenía 13 años y lo recuerda bien: “Esa noche mientras lloraba oí una voz que me dijo: «No te preocupes, yo te cuidaré». A la mañana siguiente sabía que sería monja”, dice.
 
Tenía 15 años cuando ingresó en la Congregación de las Hermanas de Santa Clara en su ciudad natal. Con el paso de los años tras ser probada su fe y transformada de forma explícita por Dios se convertiría en su instrumento a disposición en especial de obispos y sacerdotes de todas partes del mundo que la invitan a dar testimonio, guiar retiros, dictar conferencias y para recibir también las gracias de sanación que Dios suele regalar por intermedio de esta religiosa.
 
Esta es su experiencia, narrada por ella misma, del momento en que Dios sanó su cuerpo, sus manos y rodillas deformados por la artritis reumatoide, para luego enviarle a dar testimonio del amor eucarístico:


 
Enamorada de Jesús
 
“Dios está lleno de sorpresas. Tenía 17 años cuando los médicos me dijeron que no había nada que hacer. Tuve que aceptar la idea de ser discapacitada el resto de mi vida.

Amaba al Señor y en nuestro convento hice todo lo que se esperaba de mí. Observé las reglas, pero no tuve ninguna experiencia personal con respecto a Jesús. Antes de mis votos perpetuos me aconsejaron que fuera a Florida y descansara un poco. Así es que fui. Sentí que era el peor lugar del mundo, estaba tan superpoblado, pero Dios tenía su propio plan. A veces el Señor nos envía señales de crisis porque quiere movernos de un lugar a otro. Todo el mundo pensaba que era fantástico ver a una niña tan joven consagrada a Dios. La gente decía: «Debes amar a Jesús de verdad. Renunciaste a todo en una edad tan joven». Y yo respondía: «Mi amor por Jesús no es más grande que tu entusiasmo. Sólo estoy haciendo lo que se espera que haga».

Tenía dolores grandes en mi cuerpo debido a la deformación física por la enfermedad y un día, en mi interior escuché al Señor diciéndome: «Hay mucho más... Hay más vida de la que tienes ahora».
 
Durante 1970 asistí a mi primer encuentro con los carismáticos. No quería ninguno de esos dones carismáticos, tampoco la curación física, sólo conocer a Jesús de una manera personal. Quería enamorarme más de él y oré por recibir al Espíritu Santo.

Luego asistí a un retiro de la Renovación Carismática. Al llegar estaba un poco asustada. No sabía qué esperar. Eran las 9:15 de la mañana del 9 de diciembre de 1970 cuando durante la Santa Misa el sacerdote dijo: «Pedid el Espíritu Santo» y convocó a la gente para que nos impusiéramos las manos unos a otros. Hice lo que todos, aunque interiormente sentía que sería "bautizada en el Espíritu Santo" sólo si ese sacerdote oraba por mí. Pero él estaba lejos, cerca del altar, y yo en la parte de atrás. Cerré los ojos y oí una voz que dijo: «Búscame, búscame». Mantuve los ojos cerrados, alargué las manos y respondí: «¡Jesús, ven a mí, ven y muéstrame tu presencia!» En ese mismo momento una mano tocó mi cabeza. Supuse que el cura era una especie de canguro. ¿Cómo pudo saltar tan rápido a la parte trasera de la iglesia? Abrí los ojos para mirarlo y... ¡Vi que estaba milagrosamente curada! Mis codos y manos deformes ya no estaban enfermos. Salté de alegría diciendo: «¡Jesús, de verdad estás aquí!»… (el sacerdote continuaba en el altar).
 
Después de esta experiencia sabía que Jesús está vivo, me enamoré de Él y de mi fe católica. Yo que no era una buena cantante empecé a cantar en idiomas extranjeros. No sólo me curé físicamente, sino que fui transformada. Aunque en lo más profundo de mi corazón todo me parecía "demasiado impactante" y no quería que la gente me etiquetara.

Seis meses después escuché al Señor llamándome: «Ve a la capilla». Le contesté que era tarde, todos estaban durmiendo. ¿Podemos vernos mañana por la mañana? ¡Ya casi es medianoche! dije. Finalmente fui. No sentí nada. Yo sólo estaba ahí sentada, mirando fijamente al tabernáculo. El poder del silencio me abrumaba. De pronto una voz desde el tabernáculo me dijo: «Briege, te doy el carisma de la curación. Ve y úsalo» Caí de rodillas y dije: «Jesús, no quiero ningún don de sanación. No lo quiero». Entonces pensé que probablemente me movía el orgullo y decidí no contárselo a nadie.
 
Durante mis primeros meses en este ministerio fui bastante escéptica. Solía preguntarme: ¿Estoy orando correctamente? ¿Hago lo debido? Entonces tomé una decisión. Yo era consciente del hecho de que, cuando estás en el servicio de sanación, puedes fácilmente convertirte en una especie de ídolo o celebridad. Ya estaba trabajando para la persona más importante: Jesús. Sólo Jesús contaba. Decidí también ir a Lourdes y pedir ayuda a la Virgen María.

Luego volví a los Estados Unidos y el padre Rick Thomas me invitó a servir a México. Dijo que iríamos con gente muy pobre, a un lugar de mucho caos (Ciudad de Juárez) y que la gente no necesitaba saber quién era yo, ni cómo me llamaba. Sólo tenía que rezar por ellos. Durante esa Eucaristía vi milagros que no conté a nadie. Un niño pequeño completamente curado mientras el sacerdote levantaba el Cuerpo de Cristo y otros milagros… nunca antes había tenido experiencias tan impactantes.

Esa noche recibí también una palabra profética. Jesús me habló a las tres de la mañana: «Levántate de la cama. Quiero hablar contigo. Te traje aquí, entre los pobres. Son ricos en dones espirituales. Quiero mostrarte lo que quiero que hagas». Y añadió: «Quiero que te des cuenta de que estoy presente en los altares del mundo y vengo cada día en el pan y el vino, como el Dios vivo. Quiero que anuncies al mundo entero mi presencia en la Sagrada Eucaristía. Entonces verás señales y maravillas».

Poco después orando ante el Santísimo Sacramento, Jesús me condujo a lo que parecía ser una secuencia de imágenes que aparecían sobre el tabernáculo. Allí vi la ordenación de un sacerdote, a través de los ojos del Señor.

Cuando miramos un tapiz colgado en una pared, vemos sólo los resultados finales del trabajo del artista. No vemos todo el trabajo y el amor que se hizo. Sin embargo, en el reverso vemos todos los diferentes hilos y puntadas y el trabajo que se dedicó a la realización de la hermosa obra de arte. Así también, cuando miramos a un sacerdote, vemos las evidentes fortalezas y debilidades. Pero no vemos entre bastidores donde el Señor, con amor y fidelidad, ha dotado al alma de una vocación sacerdotal y lo ha guiado a la ordenación sacerdotal. Me encontré llorando mientras observaba el desenvolvimiento de esta poderosa revelación del sacerdocio y lo que significa para un hombre ser ordenado. Tenía la sensación de que todos en el Cielo -María, los ángeles y todos los santos- estaban alabando la fidelidad de Dios a la humanidad en su llamado a los hombres de todas las edades para darles el poder de hacerlo presente entre su pueblo.  A través de esta experiencia, recibí una nueva comprensión del sacerdocio, una profunda reverencia por el sacramento del Orden y llegué a comprender que los sacerdotes necesitan oraciones y un consuelo.

Durante los últimos 40 años o más he hablado en varios programas de televisión, radio y he visitado un gran número de lugares en todo el mundo. He estado protegida porque el padre Kevin Scallon ha estado conmigo en este ministerio. Hoy, el 90% de nuestro servicio está dedicado a los sacerdotes, aunque también vamos a encuentros con laicos en la diócesis.
 
Recuerdo que una vez estuvimos en África. El lugar estaba lleno de gente y les estaba explicando que Jesús vendrá. Dije que no sé cómo vendrá a ellos, pero garantizo que Jesús no defrauda a nadie, dije.  Había un niño en la primera fila. Su rostro se iluminó cuando mencioné: ¡Jesús está aquí, en la sagrada eucaristía! Me miró fijamente y mientras sonreía se levantó queriendo tocar a Jesús en la custodia que en ese instante pasaba. No sabíamos que su padre lo había traído a la reunión pues era completamente paralítico. Fue curado milagrosamente. ¡El poder del Espíritu Santo que sana se ofrece a todos a través de la Eucaristía!


 

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