Noventa y dos días de cielo, demonios y Eucaristía

14 de julio de 2018

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Fue hace unos años, que hice un sueño realidad: subí 3.660 metros sobre el nivel del mar, hacia la placa continental del continente sudamericano, en el desierto chileno, el más árido del planeta, para llegar a un paraíso; y en ese lugar increíblemente hermoso, me encontré con los demonios y con el mismo Jesús. Todo comenzó cuando se anidó en mí el deseo de hacer un retiro fuerte, en un desierto real, donde pudiese practicar los ejercicios que siempre había admirado en los Padres del Desierto, como San Antonio Abad, Pablo de Tebas o el mismo Macario de Egipto.
 
Entonces me decidí, pedí los permisos correspondientes y comencé a juntar dinero para comprar los elementos necesarios para acudir a vivir esa experiencia, que esperaba me acercaría a Dios. Pero no sólo me preparé en lo material, sino también en el ámbito espiritual, que obviamente era el más importante. Leí por supuesto a los Padres y Madres del Desierto y sus apasionantes y descarnados "Apotegmas", los cuales me sirvieron para ir ahondando en esta escuela de oración y camino espiritual.
 
Llegué entonces a Calama, ciudad al norte del país, y el Obispo de esa diócesis hizo todos los contactos para instalarme tres meses en el altiplano, en medio de una comunidad quechua, de unas 220 personas, aunque permanentemente vivían unas 70. El recibimiento fue bueno, pero obviamente la gente se preguntaba ¿qué hace un sacerdote acá? ¿Dónde va a vivir? ¿Se acostumbrará al clima y a la altura?
 
 
Pues bien, gracias a la empresa de ferrocarriles que une Antofagasta, Calama y Bolivia, pude vivir durante tres meses (julio, agosto y septiembre del año 2013) en una oficina que me acondicionaron para ese efecto. Constaté desde el principio los pros y contras de vivir a esa altura. El frío calaba los huesos (las temperaturas llegan a varios grados bajo cero), los movimientos comunes de un ser humano debía hacerlos con cuidado, porque el oxígeno es menor al que uno tiene en la ciudad (un 15% menos) y el estar absolutamente solo, sin celular, sin ninguna comunicación, hace que el silencio se vuelva un compañero al que se debe conocer, aceptar y utilizar.
 
Comencé entonces la experiencia y comenzaron también las misas en esa capilla llamada "San Antonio de Padua".  Al principio llegaba sólo una señora, un poco sorprendida y cautelosa. No podía creer que un sacerdote forastero hubiese tenido la idea de irse a esos lugares y menos para quedarse. Es que, por la lejanía del lugar y la gran cantidad de comunidades, los sacerdotes subían una vez al año a presidir la misa de la fiesta patronal. Pasados los primeros días llegaron los niños, curiosos de esos toques de campanas que eran distintos a los del ferrocarril y pronto comenzaron a llegar otros lugareños.
 
El pueblo de Ollagüe está a unos minutos de Bolivia y tiene como gran patrimonio a su gente (de un gran corazón) y un gran volcán. En mis caminatas que duraban horas y horas se cruzaban por mi sendero las vicuñas, las vizcachas y otra fauna altiplánica que subían, expertas, aquellas cumbres. Esos trayectos estuvieron colmados de rosarios, vía crucis, salmos y cánticos que hacía por el mundo, la Iglesia, por mi diócesis y por Ollagüe.
 
Todo iba bien hasta que el silencio, la oración, la soledad y la incomunicación, comenzaron a mover mi interior de una manera que jamás habría imaginado. No sólo percibía la belleza del lugar, la amabilidad de su gente, sino que, además, comenzó a acercarse el mal. Lo identifiqué. Lo escuché y lo sentí varias veces a mi lado. No me asusté. Lo enfrenté con la Palabra de Dios y con los sacramentos.
 
Cada vez que ejercitaba el ayuno, la mortificación, la meditación (a veces con el método Hesicasta), la peregrinación, la lectura espiritual, la liturgia de las horas o el trabajo manual propio de quienes hacen la experiencia, podía comprobar cómo se caían las escamas de mis ojos y entonces reconocía con mayor claridad la presencia del maligno en muchas cosas que me rodeaban. También en mi historia. Entonces comprendí un poco mejor esa experiencia de los monjes del desierto en Egipto, llena de dificultades y donde se desataban todos los dones del Espíritu Santo en ellos.
 
Pero fue en ese mismo período, que reconocí grandemente la ¡presencia fuerte, misericordiosa y potente de Dios! Era Él quien disipaba todos los tormentos, visiones y pensamientos perturbadores, cada vez que aparecían. Cuando comenzaba a pensar en la locura de ese retiro o en su ridiculez, era el mismo Señor quien se preocupaba de animar mi espíritu.
 
 
Justo en ese período, se abrieron las puertas a algo que no tenía pensado que sería tan importante. Pero El Señor, sí, ¡el Señor estuvo nuevamente grande con su pueblo!
 
He pensado muchas veces que el Señor utilizó mi experiencia para un fin mucho mayor que "mi retiro" y fue la celebración diaria de la Eucaristía para esa comunidad. Pero también otras cosas comenzaron a suceder...
 
Resulta que, en Calama, antes de subir, me había hecho amigo de unas monjas jóvenes que provenían de Guatemala, de la congregación de "Marta y María". Me parecieron heroicas porque estaban totalmente empeñadas en difundir el Evangelio a como diera lugar y sin importar las incomodidades que ello significara. Ellas hacían clases en la escuela "San Antonio". Y la directora de ese tiempo, con gran apertura e interés en la educación integral de sus alumnos, aceptó la idea de hacer una misa para los niños. No estaba muy convencido de interrumpir el silencio matinal para esa Misa. Llegó entonces el día de ir a la escuela y pedí al Espíritu Santo que nos regalara una mañana plena de Él. Los niños al principio estaban expectantes de lo que se estaba realizando en ese altar. Pedagógicamente les fui enseñando todos los pasos de esa gran celebración y cómo su "amigo Jesús" les estaba ofreciendo su gran amistad. El resultado fue inesperado: los niños se involucraron con mucho entusiasmo con los cantos y momentos de silencio. Fue tanto, que pidieron nuevamente celebrar la Misa y así, durante los tres meses que estuve ahí, todas las semanas celebramos la Eucaristía. Fueron celebraciones muy alegres y donde los niños oraban con fervor. La presencia de Cristo Eucarístico fue obrando en todo el pueblo de Ollagüe.
 
 

Llegó así el momento de la despedida. Nunca pensé que lo ideado como un "retiro de Desierto", llegaría a ser una verdadera misión. Misión que fue hecha por el mismo Jesús a través de la Eucaristía. La última celebración eucarística fue emocionante. La capilla estaba llena. Y es que día a día el Señor Jesús fue atrayendo al pueblo hasta su presencia. Luego de la bendición final saqué el Santísimo del sagrario. Apagamos la luz del tabernáculo. Créanme que sentí un dolor intenso. Me hubiese quedado para siempre para celebrar las Eucaristías y demás sacramentos.
 
Miré por última vez al bonito pueblo llamado Ollagüe, del que se maravillan todos los habitantes, peregrinos o turistas que llegan allá, por su belleza y grandiosidad. Elevé una oración sacerdotal por esa comunidad que le abrió el corazón a Dios en la celebración de la Santa Misa y bajé nuevamente al mundo, para volver a mi parroquia.
 
¡Jesús reina, Jesús vence, Jesús impera!

 

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