Imagen cortesía de Lisa Kristine

Un dramático viaje a las profundidades de la trata y prostitución donde una monja siembra esperanza

28 de junio de 2019

En el territorio de las pandillas guatemaltecas, una hermana oblata busca llevar a Cristo a las mujeres que ejercen la prostitución.

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A pocas cuadras de la plaza central de Ciudad de Guatemala, el área a lo largo de las vías de tren, abandonadas y cubiertas de maleza, se ha convertido en el barrio rojo de la ciudad, La Línea le llaman. Las pandillas controlan allí varias secciones del vecindario, abierto al tráfico de drogas y a la prostitución, con la complicidad de los agentes de la policía local. Puerta tras puerta se alinean en la franja, cada una de las cuales conduce a diminutas habitaciones donde las mujeres jóvenes se venden por unos 70 quetzales, unos 9 dólares la hora.
 
A pesar de que la opinión pública advierte que no se debe deambular por el barrio -incluso pasar en coche se considera peligroso-, la Hna. Angélica Segoviano, Oblata del Santísimo Redentor, se ha ganado el acceso cotidiano al establecer una relación de confianza con las mujeres que visita. Las pandillas que controlan el terreno le permiten el acceso sin supervisión, pensando que está dando lecciones a las mujeres sobre enfermedades de transmisión sexual.
 
Alrededor de la mitad (51%) de las víctimas de la trata en América Central son niñas menores de 18 años, según un informe de las Naciones Unidas de 2016, y la explotación sexual constituye el 57% de los delitos de trata. Pandillas, familias de delincuentes y traficantes de drogas tienden a dirigir las redes de tráfico sexual. "Las mujeres tienen que esperar a los clientes sin seguridad ni garantías porque todo vale en esta parte de la ciudad", cuenta Segoviano al portal norteamericano “Global Sister Report”. Alquilan sus camas por unos 6,50 dólares al día, además de la "cuota de protección" que exigen los pandilleros; 2la falta de pago puede costarles la vida”, denuncia.
 
Lleva tiempo antes de que las mujeres de La Línea le abran a Segoviano sus vidas y preocupaciones, pues su sospecha inicial nace del hecho de que algunas han pasado años sin que nadie les pregunte simplemente cómo les va, explica la religiosa. Un rasgo común entre las mujeres es la historia de abuso sexual, a menudo por un miembro de la familia; muchas le han contado a Segoviano que ella es la primera persona en sus vidas que les cree cuando dicen que han sido violadas o abusadas.
 
Deambulando por las calles de todas las ciudades
 
Wendy Cadina, ahora de 45 años, nunca olvidó lo que sintió la primera vez que vendió su cuerpo para tener sexo. Tenía dolor, fiebre, le dolía todo el cuerpo. "Tenía 29 años, era más delgada, más guapa y tenía muchos hombres ese día. Ese primer día, gané 1.200 quetzales (US$150). Tenía un niño de 1 y otro de 2 años, así que eran muchos gastos. Entonces, honestamente, quería el dinero. Lo necesitaba", relata Cadina.
 
Había dejado a su abusivo esposo en Honduras y planeaba ir a los Estados Unidos con sus dos hijos para comenzar una nueva vida. Debido a que se quedó sin dinero, Cadina se estableció en Guatemala, donde le dijeron que podía trabajar como lavaplatos sin papeleo. En cambio, el trabajo era en La Línea. "Con el tiempo, todo se vuelve más fácil", dice. "Sí, sufrí mucho al principio. Pero entonces me preguntaba, ¿qué me espera en mi país? ¿Un marido que quería matarme? Y me decía a mí misma: Mejor trabajar aquí que estar allí. Fue duro, pero no me arrepiento de nada".

Unas cuantas veces al mes, Segoviano visita a Cadina sólo para charlar, después de haberla conocido hace tres años cuando le trajo unos chocolates… Cadina ya no vende sexo por las vías del tren, y en su lugar busca clientes merodeando en los parques locales, ganando a veces hasta US$180 al día. Aunque ahorra dinero al no tener que alquilar una habitación a un miembro de alguna pandilla, dice que enfrenta otros peligros por su cuenta. Ha sido golpeada, robada y retenida a punta de pistola, "pero lo más aterrador fue la violación, porque podría haber atrapado algo. Ese era mi mayor temor. No la violencia, sino contraer una enfermedad y volverme menos deseable".
 
La brutal violencia del abuso
 
En los últimos años, Segoviano señala que ha notado un aumento en el número de mujeres jóvenes indígenas entre las víctimas de la trata en los burdeles, una tendencia que atribuye a la facilidad con la que pueden ser atraídas desde sus familias. Porque los que controlan la trata de mujeres dicen a los padres que les esperan oportunidades lucrativas a sus hijas en la ciudad y así están ansiosos por enviarlas para que envíen dinero a casa desde la ciudad. Por esa razón, Segoviano sabe que parte del trabajo de prevención contra la trata debe incluir la educación de las familias indígenas.
 
Muchas de estas jóvenes no hablan español y una vez que son llevadas a la ciudad, señala Segoviano, las doblegan a través de alguna forma de tráfico de mano de obra, trabajando horas agotadoras sin recibir pago alguno para romperlas. Luego se les dice a las mujeres que van a tener un "ascenso", en este caso, hacia el tráfico sexual.

Les dan ropa bonita para cambiarse y las presionan a que acepten clientes en bares, cantinas y burdeles. Les prometen dólares estadounidenses; y aunque no es así la paga es tentadora: En la prostitución, pueden recibir entre 7 y 10 dólares la hora. Lavando platos, cobran unos US$2.50 a la semana. "Comienzan muy jóvenes, tal vez a los 9 años de edad y todas sus experiencias sexuales comienzan con la violación", denuncia la hermana Segoviano.
 
Las hermanas me levantarán
 
Cuando Jenny le contó a su madre sobre lo que le hacía su padrastro, la madre lo eligió a él, dejando a Jenny y a su hermana a cargo de la abuela. Luego, cuando Jenny tenía 17 años cuidaba con su hermana a unas primitas durante el día en casa de la tía. Algunas veces dormían en esa casa y el tío -a quien ella evitaba a propósito- les ofrecía a ella y a su hermana un té antes de acostarse, para ayudarles a dormir les decía. Jenny le contaría años después a la hermana Segoviano que el té les dejaba la boca entumecida.
 
Al paso de algunas semanas Jenny comenzó a vomitar y pensó si quizá era por el té. “Me sentía sucia -confidencia-, la misma sensación que tenía después de que mi padre o mi padrastro me tocaban. Me duchaba y seguía sintiéndome sucia. Cuando mi tía me llevó al hospital, me preguntaron si era posible que estuviera embarazada y les dije que no".

Seis meses después confirmó el embarazo y sabía que sólo podía haber sido su tío. Temerosa, decidió mantener esta información en secreto, lo que sólo amplificó las acusaciones de su familia de que se acostaba con cualquiera. Durante años odió al bebé, descuidándolo, golpeándolo, gritándole que quería que muriera, rechazando sus abrazos y besos. "Nada fue culpa suya, pero no podía ni siquiera atreverme a mirarlo", dice.
 
Junto a Jenny y su hijo están ahora las hermanas que le acompañan espiritual y emocionalmente, ofreciendo además una alternativa económica a todas las mujeres que han optado por abandonar la prostitución o los hogares abusivos. Aunque el grupo no tiene recursos para ofrecer a las mujeres un lugar para dormir, tienen un lugar donde pueden estudiar, así como acceso a un médico que las trata a ellas y a sus hijos de forma gratuita.
 
En Dios todo lo puedo
 
"Ahora, tenemos una mejor relación, pero nos costó llegar a ese punto", dice Jenny quien ahora tiene 23 años, y agrega... "Sé de lo que soy capaz y quiero ser una buena madre. Ahora tengo una confianza en mí misma que no sabía que alguna vez tendría. Si me encontrara en una depresión, las hermanas me levantarían".
 
"Recordar lo rota que estaba Jenny cuando nos conocimos, y verla ahora poner un pie delante del otro, aprender a escribir su nombre, decirme que quiere vivir, todo vale la pena", reflexiona Segoviano.
 
Al finalizar el encuentro esta hermana Oblata sincera cuán importantes son para ella los momentos de oración y vida sacramental para centrarse en Dios, que la sostiene…  "Estoy entre tanto dolor y abuso, agotada por la extrema desigualdad e injusticia que veo, que necesito eso para recargarme y recordarme a mí misma que tal vez no veré los frutos de mi ministerio. Quizá no vuelva a ver a esa chica, pero estuve con ella al menos una vez y la hice sentir comprendida. Doy gracias a Dios porque soy su instrumento, porque puedo acompañarla, escucharla y empujarla a que se levante", dice. "Aunque la única que puede tomar esa decisión es ella".
 

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