La toma de decisiones

16 de octubre de 2020

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Un párroco de equis diócesis, hace años, sin tomar en cuenta las leyes canónicas ni consultar a quien debía, puso como norma que las jovencitas que solicitaran la celebración de una Misa de acción de gracias al cumplir sus quince años de vida, deberían participar en la Misa parroquial ininterrumpidamente durante treinta días; si faltaban un solo día, ya no les hacía la celebración. Fueron a verme los papás de una joven, para decirme que el párroco no les quería hacer la Misa porque su hija estaba yendo todos los días, pero que no podría ir el último, porque a esa misma hora tenía un examen muy importante en la escuela. El párroco les dijo que, si no iba, no les haría la celebración. Hablé con el párroco, le pregunté la razón de su norma, me dio algunas explicaciones no suficientemente justas, le pedí que accediera a la petición de la joven, y dijo que no, que porque eso quitaría fuerza a su norma… Resolvimos el caso de una manera favorable para la joven y yo mismo le hice la celebración en catedral. Podemos sentirnos casi dueños de la comunidad y proceder como caciques, que imponen sus propias leyes, no las que están indicadas por la normatividad eclesial.
 
Mi anterior diócesis es muy extensa, con casi treinta y siete mil kilómetros cuadrados y una población de más de dos millones de habitantes. Para ir a la parroquia más lejana necesitamos siete horas, por carreteras pavimentadas, pero con montañas y curvas. Hay otras tres parroquias a cinco horas de distancia. Con la intención de lograr una mejor atención pastoral, los dos obispos de entonces y seis de los ocho vicarios episcopales propusimos hacer otra diócesis en ese territorio. Pusimos el proyecto a consulta, durante un año, no sólo con sacerdotes y religiosas, sino con las comunidades parroquiales, con diáconos, catequistas y servidores, sobre todo con los indígenas. La mayoría dieron razones convincentes en contra, y desistimos del proyecto; no lo presentamos a la Conferencia Episcopal, ni a Roma. Quizá en años posteriores las circunstancias cambien y sea posible ponerlo nuevamente a consulta. Escuchamos y cambiamos nuestra propuesta.
 
Tanto en la Iglesia como en la política, en el gobierno, en la familia y en todas las instituciones humanas, es necesario dialogar y escuchar, para tomar la mejor decisión; pero los dirigentes podemos pensar que todo lo sabemos, que en todo tenemos la razón, que nuestras opiniones y decisiones son las mejores, y frecuentemente nos convertimos en caciques, autoritarios y absolutistas, sobre todo cuando los otros no son capaces de expresar libremente sus puntos de vista, por temor a perder el puesto, o por miedo a represalias y a verborreas imprudentes y sin sustento. La Iglesia no es una democracia, pero tiene muchas instancias de consulta.

Pensar

Jesús nos dijo: “Ustedes saben que los jefes de las naciones las someten y los poderosos las dominan. Entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera ser importante que se haga servidor de ustedes, y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo, así como el Hijo del hombre que no vino a que lo sirvieran, sino a servir y a dar su vida para rescatar a todos” (Mt 20,25-28).

Lo que nos dice el Papa Francisco a nivel eclesial, vale para otros ambientes y sectores: “Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo…, sin pretender aparecer como superiores, sino considerando a los demás como superiores a uno mismo” (EG 271). “A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana; es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (Ibid 47).

En su reciente encíclica Fratelli tutti, dice: “El sentarse a escuchar a otro, característico de un encuentro humano, es un paradigma de actitud receptiva, de quien supera el narcisismo y recibe al otro, le presta atención, lo acoge en el propio círculo. Pero el mundo de hoy es en su mayoría un mundo sordo” (48). “La caridad política se expresa también en la apertura a todos. Principalmente aquel a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias que hagan posible el encuentro, y busca la confluencia al menos en algunos temas. Sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio. Con renuncias y paciencia un gobernante puede ayudar a crear ese hermoso poliedro donde todos encuentran un lugar. En esto no funcionan las negociaciones de tipo económico. Es algo más, es un intercambio de ofrendas en favor del bien común. Parece una utopía ingenua, pero no podemos renunciar a este altísimo objetivo” (190).

“Mientras vemos que todo tipo de intolerancias fundamentalistas daña las relaciones entre personas, grupos y pueblos, vivamos y enseñemos nosotros el valor del respeto, el amor capaz de asumir toda diferencia, la prioridad de la dignidad de todo ser humano sobre cualesquiera fuesen sus ideas, sentimientos, prácticas y aun sus pecados. Mientras en la sociedad actual proliferan los fanatismos, las lógicas cerradas y la fragmentación social y cultural, un buen político da el primer paso para que resuenen las distintas voces. Es cierto que las diferencias generan conflictos, pero la uniformidad genera asfixia y hace que nos fagocitemos culturalmente. No nos resignemos a vivir encerrados en un fragmento de realidad” (191).

Actuar

Que el Espíritu Santo nos ayude a ser humildes, para escucharnos con respeto y amor unos a otros, y así juntos busquemos el bien de la familia y de la comunidad.

 

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