Crónicas de un obsoleto 27. Cantos del gallo

28 de agosto de 2015

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Estimados lectores:   

Después de las conmociones y distensiones de la Primera Confesión y Primera Comunión del Obsoleto – todo en el fatídico año de 1940 en que Adolfo Hitler creía haber agarrado firmemente la corona de gloria y pasmaba a los jóvenes con sus aviones “Stuka” que se dejaban caer del alto cielo con alaridos de sirena y soltaba sus bombas casi a ras de suelo, para remontar en seguida triunfalmente – siguieron tiempos de mucha paz. Todo esto había sido necesario para arrancar a sangre y puñete el pecado del Obsoleto contra su hermana Lilianita. Juzgóse desde arriba que el muchacho no había querido desprenderse de otra manera de las imprecisiones de su libre arbitrio y mucha razón se tuvo, porque ni el papá don Federico había acertado con su opinión de que “los niños no pecan”, ni el mismo niño cuando se disculpaba de que se trataba de una mera “brema” contra Lilianita y su muñeco-hijo. Sólo la católica madre doña Alexia había husmeado correctamente de que se estaba ante un cuadro de incipiente “sadismo”. Y había dado el impulso a su esposo de que “había que hacer algo”. Se dio entonces la paliza que don Federico desencadenó con dolor de su alma contra su amado primogénito, pero que éste entendió muy bien como producto del amor. “¡Bravo!” cantaron los alados seres del cielo, pero “No se apuren!” habían advertido sus negros contrincantes de siempre. “¿Cómo eso?”. Porque el Obsoleto, aunque se humilló ante el padre y pidió    perdón a su hermanita, no quiso poner su delito en la lista de sus pecados por confesar y tuvo que hacerlo a contrapelo por la oscuridad del confesionario. Oh maravillas del regimiento del universo por el sabio del cielo que tan bien sabes moverte y doblarte para obtener una chispita del corazón humano.

Pero bajemos a lo concreto: El Obsoleto quedó tan contento del domingo de su Primera Comunión, que solicitó a sus padres que le permitieran pasar en su ermita cada fin de semana. Don Federico accedió, pero agregó “Supongo que podré visitarte algunas veces”.

Hacia media tarde del sábado el Obsoleto comenzaba con el traslado de sus revistas y libros, que iban todos con él y el lunes volvían también a su lugar habitual. Seguían el aseo del departamento y la puesta de sábanas, frazadas y fundas, junto con mamá Alexia. A la hora de once la misma volvía  con un plato grande cubierto con un surtido de “Kúchenes”. Pero se trataba de la receta que los inmigrantes de 1854 se servían exclusivamente en día sábado; una especie de “pan modificado” en forma muy sobria. El domingo había kúchenes más festivos. En la actualidad ya no se conoce la fórmula sabática del Kúchen alemán En el departamento había también una cocinilla.

 Cuando venía don Federico, padre e hijo disfrutaban con la ciencia de la historia. El Obsoleto recordaba nítidamente una larga sesión de preguntas y respuestas acerca de la guerra ruso-japonesa a principios del siglo XIX,  para la cual don Federico había ido a buscar a su biblioteca una  hermosa edición ilustrada en dos tomos. Juntos comentaban la figura de los buques de guerra de aquel entonces con sus espolones, sus largas y numerosas chimeneas, sus redes de acero que protegían sus costados contra los torpedos- El envío de la numerosa flota rusa desde el Báltico en dos convoyes distintos, uno a través del Mediterráneo, y del canal de Suéz, el otro dando la vuelta por África del Sur y convergiendo ambas flotas en el Mar de China, era toda una hazaña . Sin embargo, los japoneses esperaron a los rusos y los destrozaron en la gran batalla naval de Tsushima. También el comienzo de la primera guerra mundial y por supuesto la guerra del Pacífico contra Perú y Bolivia tuvo lugar en estas sesiones de preparación al día del Señor. Cuando el padre se retiraba y volvía para cenar con esposa e hijas, el obsoleto retomaba su propia biblioteca y leía o releía las viejas historias del Peneca o del Billiken argentino. De este último lo fascinaba especialmente “La Ciudad de los Césares”.

Entrada la noche el Obsoleto seguía su ritual de las oraciones y de la acostada hasta que el potente alarido del gallo despertaba su sueño. Siempre lo embargaba el mismo asombro ante lo que le parecía una llamada misteriosa e indescifrable, en medio de una algarabía de muchos otros gallos, hasta el segundo silencio de la noche. .Después del Día de la Primera Comunión las horas tempranas se tornaron diferentes: como a las 7.30 de la madrugada, el Obsoleto dejaba sigilosamente la casa y se encaminaba a la primera misa del domingo, en cuyos ritos lo había iniciado un poco disimuladamente el P. Humberto. Ser monaguillo y saberse de memoria todas las palabras latinas eran para él lo máximo. A la hora en que la familia acudía al desayuno dominical el Obsoleto ya estaba de vuelta y como proviniendo del departamento de su fin de semana, se reincorporaba a la familia. Nadie le preguntaba “¿dónde estuviste?” Si más tarde doña Alexia iba a misa con las niñas, el Obsoleto las acompañaba. Nunca se supo que él también sabía ayudar a misa.

 

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