"Sin resurrección la vida no tiene sentido"

07 de noviembre de 2013

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Comentario al Evangelio del domingo 10 de noviembre, Lc 20, 27-38


“Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron:

«Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?». 

Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.

Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él".


Comentario
 
Los saduceos - como tanta gente hoy, incluso cristianos - sólo creían lo que lograban comprender con su limitada inteligencia y tocar con sus manos. Pensaban que Dios sólo puede hacer lo que ellos puedan comprender. Y eso es encerrar a Dios en la casilla de la diminuta mente humana; es negarlo.
 
En todas las religiones serias se cree que el hombre recibe de Dios el ser y la vida, y a Dios vuelve a través del paso por la muerte, para llevar junto a él una nueva vida sin muerte, si pasó por este mundo haciendo el bien.
 
Creer en un Dios Padre, que nos ama incondicionalmente, y a la vez pensar que ese amor se limita a nuestra corta y muchas veces dolorosa existencia en la tierra, sería tener una imagen absurda y monstruosa de Dios. “Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los más dignos de lástima” (1Cor 15, 19).
 
Dios no puede amarnos sólo por un tiempo y frustrar nuestra insaciable sed de felicidad y de vivir en intimidad y comunión con Él para siempre; sed que él mismo puso en nuestro ser, y que en esta tierra es imposible saciar.
 
Nosotros creemos y esperamos en la resurrección, aunque no podamos demostrarla y ni siquiera imaginarla, porque pertenece a un orden totalmente distinto, al mundo nuevo que cae fuera de nuestras categorías y experiencias. Es como si un niño en el seno materno quisiera comprender lo que le espera al salir a la luz de este mundo.
 
La prueba y garantía de nuestra resurrección es la resurrección de Cristo, creída por la fe, no por pruebas científicas o históricas. La resurrección de Cristo y de los muertos es la razón de ser, el centro y meta de la fe cristiana. La vida en la perspectiva de la resurrección se vuelve de una fascinante belleza.
 
A quienes preguntan con qué cuerpo vamos a resucitar, san Pablo les responde: “¡Necio!, lo que siembras no es la planta que nace, sino una simple semilla” (1Co 15, 37). La semilla muere y se pudre al dar vida a una planta nueva. Mucho mayor es la diferencia entre el cuerpo físico que se descompone y el cuerpo resucitado, glorioso como el de Cristo Jesús, que Dios nos dará al morir, si lo hemos seguido creyendo en Él y amándolo.
 
Y no hay que esperar el fin del mundo para resucitar, sino que la resurrección se verifica en el momento de la muerte. Así se lo aseguró Jesús al buen ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Cierto: hay también resurrección para la segunda muerte, para quienes han rechazado conscientemente a Dios y su oferta de salvación y resurrección.
 
Pero lo decisivo no es comprender la resurrección, sino desearla, prepararse para ella y así alcanzarla gracias a la misericordia de Dios, que toma en cuenta nuestras buenas obras y nuestras cruces asociadas a la cruz de Cristo, que por la pasión mereció la resurrección para él y para nosotros. Sin resurrección la vida no tiene sentido ni aliciente, y la muerte, menos.

 

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