Charles Péguy, un hombre atrevido

12 de mayo de 2018

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El escritor Charles Péguy es uno de los primeros caídos en la batalla del Marne (5 de septiembre de 1914) al recibir un balazo en plena frente en una operación de reconocimiento en unas jornadas decisivas en las que los alemanes están a las puertas de París. Una muerte heroica la de este teniente del ejército francés al que bien podríamos aplicar el calificativo de “un hombre atrevido”, denominación de uno de sus poemas de El pórtico del misterio de la segunda virtud (1912).
 
Todo apasionado por la verdad es atrevido. Péguy escribe que el que no arriesga no gana y que los cobardes siempre pierden. Fue audaz a lo largo de su vida, aun a costa de distanciarse de aquellos con quienes se había sentido identificado ideológicamente. Sus orígenes humildes y su conocimiento directo de miserias e injusticias le acercan al socialismo. Un Péguy no creyente busca allí la nueva religión de la compasión y la pobreza. Sin embargo, llega un momento en que el escritor descubre no pocas contradicciones entre los dirigentes socialistas, en su mayoría intelectuales burgueses, predicadores de un mesianismo proletario y que rechazan todo lo que no se ajusta a los dogmas de la lucha de clases y el anticlericalismo. Péguy tiene el atrevimiento de afirmar que también es un concepto burgués la lucha de clases, el nuevo tipo de guerra, a la vez civil y mundial, compatibilizada por el socialismo con un fervoroso internacionalismo pacifista. Dice que toda guerra es burguesa al estar fundada sobre la competición y la rivalidad. Antes que la lucha de clases, debería promoverse la unidad entre los hombres. Sin embargo, no acepta el universalismo fácil ni el afán utópico y supuestamente progresista de uniformizar a las sociedades. No quiere hacer a los otros semejantes a él mismo sino que desea que los otros sean los otros. Péguy llega pronto a una conclusión propia del inconformista que siempre fue: “todas las doctrinas son hermosas en su mística y deslucidas en su política”.
 
El carácter ardiente y apasionado del escritor le hace alejarse de las éticas formales al estilo de Kant, de ese moralismo que para algunos es el único compatible con la libertad. Péguy cree en el hombre de carne y de sangre, y no tiene reparos en afirmar que el kantismo tiene las manos limpias porque en realidad no tiene manos. Nuestro autor está más próximo a Pascal, defensor de las razones del corazón que la mera razón no comprende. Tampoco se ve a sí mismo como un miembro del partido de los intelectuales, tan importantes en la Francia de su época. Por el contrario, desechará los ensayos y discursos para adoptar en los Misterios un estilo literario de mística desbordante, a la vez poesía y teatro, y que conlleva la posibilidad de ser representado en público para buscar una comunión plena con los espectadores.
 
La ironía de Péguy le hace observar que los racionalistas kantianos, los intelectuales típicos, suelen ser solteros y despreciadores de todo lo que no ha salido de su cerebro. En contraste, el escritor está orgulloso de ser un padre de familia, algo que considera una aventura apasionante, y no un conformismo social. Pero no es menos cierto que vive un gran dolor en el amor a su mujer, Charlotte Baudouin, y a sus tres hijos. Ella es la hermana de un amigo querido, muerto hace tiempo, y ha sido educada en un socialismo ateo. Está casada civilmente con Péguy y los hijos de esa unión no están bautizados. Los biógrafos nos cuentan que el escritor se siente atraído por Blanche Raphäel, una joven profesora de inglés, que parece comprender sus inquietudes espirituales y literarias. Sin embargo, no dará el paso de romper su matrimonio civil, pese a la postura de Charlotte de negarse a ser bautizada. Él mismo es un cristiano sin sacramentos, que se refugia en la oración, en un intento de superar el peso abrumador de su tristeza, y que termina llorando y musitando avemarías por las calles de París. Es incapaz de separar su fidelidad de la esperanza, una esperanza que no es meramente humana sino que tiene sabor de eternidad. A pesar de que el sufrimiento se ceba en su cuerpo y en su espíritu, Péguy ha hecho suya la actitud de uno de sus personajes en El misterio de la caridad de Juana de Arco: “Hay que salvarse juntos. Hay que llegar juntos a la casa de Dios. No vayamos a encontrarnos con Dios estando separados los unos de los otros… ¿Qué nos diría Dios si llegásemos hasta Él los unos sin los otros?” Esta esperanza recogerá sus frutos un año después de la muerte del escritor, cuando su mujer y sus hijos son bautizados.
 
¿Por qué Péguy es hombre atrevido? Lo entenderemos si lo vemos reflejado en el padre audaz de su poema que arroja tranquilamente a sus hijos en los brazos de Aquella que está cargada con todos los dolores del mundo. El padre reconoce que está muerto de miedo, pero ha puesto a los suyos bajo la protección de María, cuyos brazos nunca estarán lo suficientemente cargados para no admitir el peso de unos hijos más.

 

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