Liberalismo y socialismo (y II)

03 de agosto de 2019

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Para salvar su propia inestabilidad, el capitalismo podría recurrir a una solución drástica, la tradicional o distributista, consistente en poner la propiedad de los medios de producción en manos de una mayoría social; o bien a una solución «mitigada» (que es la que le conviene para sus mangoneos), consistente en que el Estado sea vigilante de los estragos del capitalismo. Así se alcanza esa simbiosis entre capitalismo y comunismo que Belloc denominaba «Estado servil» y que los modernos llaman «socialdemocracia» (si tiran hacia el negociado de izquierdas) o «social-liberalismo» (si tiran hacia el negociado de derechas). Y es que, a la postre, como señala Belloc, «el experimento colectivista se adapta completamente a la sociedad capitalista a la que se propone destituir. Trabaja con la maquinaria que le proporciona el capitalismo, habla y piensa con los mismos términos del capitalismo, invoca exactamente los apetitos despertados por el capitalismo y ridiculiza, calificándolas de fantásticas e inauditas, aquellas cosas de la sociedad cuya memoria mató el capitalismo en el alma de los hombres, allá donde llegó su flagelo».

El capitalismo, para corregir su equilibrio inestable, necesita que el comunismo asegure a las masas despojadas de los medios de producción «la satisfacción de unas necesidades vitales y un nivel mínimo de bienestar». Pero esta amalgama, para ser plenamente efectiva, necesita fomentar la «anarquía moral». Pues -prosigue Belloc- «siempre resulta ventajoso para el rico negar los conceptos del bien y del mal, objetar las conclusiones de la filosofía popular y debilitar el fuerte poder de la comunidad. Siempre está en la naturaleza de la gran riqueza (…) obtener una dominación cada vez mayor sobre el cuerpo de los hombres. Y una de las mejores tácticas para ellos es atacar las restricciones sociales establecidas». De ahí que en los Estados serviles (amalgama de capitalismo y comunismo) sean tan importantes los «derechos de bragueta», igualmente exaltados por liberales y socialistas.

Y todo ello tiene su origen en ese «principio emancipador brutal» (Errejón dixit) del liberalismo, que con sus consignas de soberanía y autodeterminación convirtió a las naciones históricas tradicionales en un avispero de nacionalismos a la greña, y a los hombres que las formaban en chiquilines agitados y caprichosos. Así se sustituyó la solicitud amorosa del bien común, fin primordial de la política tradicional, por la devorante apetencia de derechos individuales que rompieron los vínculos comunitarios entre los hombres, que desde entonces se guiaron por la obtención del placer y de sus pretensiones egoístas. Esta disolución de los vínculos comunitarios dio lugar a una sociedad de individuos engreídos de su autonomía personal, ahítos de libertad, borrachos de derechos, que resultan muy mollares y manejables para las fuerzas del Dinero. Y esos individuos mollares y manejables terminan encumbrando a los políticos socialistas, que son los que más eficazmente reparten los placebos que aseguran la dominación del Dinero: subvenciones y subsidios por un lado; derechos de bragueta por otro. Así los pueblos se convierten en masas cretinizadas que hociquean en la pocilguita.
 
A la postre, como explicaba Castellani, el liberalismo consigue que «un grupo de socialistas, bajo la coartada de la adoración del Hombre, gobiernen el mundo con poderes tan extraordinarios como no los soñó Licurgo». De ahí que Errejón, que sabe perfectamente que el liberalismo crea las condiciones sociales, económicas y morales óptimas para el triunfo de la izquierda, lo ensalce sin dobleces y afirme sinceramente que el socialismo no refuta los principios liberales, sino que los hace propios y los desarrolla.

 

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